Hay quien dice que Barcelona es de izquierdas. Para demostrarlo procede a sumar los votos de los Comunes, ERC y PSC. ¡Uf!

Hace unos días, un grupo de catalanes celebró una comida en homenaje a Manuel Cruz, flamante presidente del senado. Había unas 20 personas y una de las camareras que atendía quiso saber qué los unía. “Somos federalistas de izquierdas”. “Ah, de izquierdas”, dijo la muchacha. “Aquí también lo somos, yo por libre, pero la patrona es de Esquerra Republicana”. La charla no fue a más, pero expresaba claramente una confusión extendida entre no pocos catalanes que, de buena fe, creen que ser independentista es lo mismo que ser de izquierdas. En idéntico sentido, un dirigente comunista explicaba que había votado a Puigdemont en las Europeas, porque eso era lo rupturista.

La idea de asociar nacionalismo e izquierda es vieja pero en los últimos tiempos ha terminado calando porque, hoy por hoy, el dominio del lenguaje corresponde a los nacionalistas. Son ellos quienes se sienten autorizados a decidir lo que significan las palabras y pocos se lo discuten. Utilizan sin inmutarse expresiones como “presos políticos”, “exiliados” (nunca añaden que de lujo) o “estado represor”. Buena parte de la izquierda, atemorizada, no se atreve a plantar batalla; calla y otorga.

Habrá que recuperar el lenguaje bíblico y recordar aquella sentencia del Evangelio de Mateo: “por sus obras los conoceréis”. O, si se prefiere pensar desde coordenadas más cercanas y de izquierdas, acudir a una obra de teatro, A puerta cerrada, de Jean Paul Sartre, adscrito a lo que se ha dado en llamar el existencialismo marxista.

La obra presenta a un grupo de personajes que, en una sala, esperan a ser recibidos por alguien. Mientras, se entretienen hablando y explicando unos a otros cómo son. Insisten, reiteradamente, en que a veces tienen comportamientos que nada tienen que ver con ellos. Han tenido que hacer cosas que no querían haber hecho, obligados por las circunstancias. Pero ellos no son así y hubieran preferido actuar de otro modo. Lo harán, en el futuro.

Como la pieza es ya un clásico del siglo XX, no creo reventar a nadie el final si explico que, en realidad, todos ellos están muertos, de modo que no pueden corregir nada: son lo que hicieron. Para siempre. O si se prefiere decirlo con uno de los lemas sartrianos: un hombre no es más que sus propios actos.

Viene eso al caso de quienes se creen de izquierdas porque votan a la CUP o a ERC, convencidos de que se trata también de formaciones de la izquierda. Pero lo cierto es que cuando a sus representantes se les plantea el dilema de decidir y actuar a favor de los desposeídos o de los nacionales del lugar, se inclinan siempre por los últimos. Dicen ser de izquierdas, pero actúan a favor de la derecha.

Ahí estuvo la CUP votando a Puigdemont, que de izquierdas solo tiene un pie, una mano y una oreja; ahí está Esquerra, aguantando a Joaquim Torra, que de izquierdas no tiene ni eso. Y, si se quiere, ahí están los comunes votando sin criterio, en general, pero a favor de los independentistas cada vez que se tercia.

La izquierda, muchos de cuyos simpatizantes no tienen más tierra que la que las de las macetas del balcón, no prioriza la cuestión nacional sino la cuestión social: el derecho a la igualdad y la redistribución económica; asume el combate frente a injusticias como las pensiones indignas, los salarios de miseria, la financiación de colegios religiosos en detrimento de la escuela pública, la permisividad ante la especulación inmobiliaria que castiga a los más pobres, los recortes en sanidad y su privatización que han acabado produciendo una ciudad en la que los residentes en Pedralbes tienen una esperanza de vida de 10 años más que los de Nou Barris. La izquierda busca remediar esas situaciones. A no ser que para los independentistas los pobres no formen parte de la misma patria.