Barcelona es una ciudad dura, incómoda para el paseo. Para empezar, sus escasas dimensiones hacen que en los centros de interés haya un exceso de gente, lo que resulta especialmente inadecuado en tiempos de pandemia. El segundo obstáculo para un paseo plácido es el ruido. En las principales avenidas el sonido de las obras, los motores de los autobuses, camiones, furgonetas y motos con escape libre dificultan pasear y charlar al mismo tiempo. Y las calles más estrechas tienen también aceras de poca amplitud, además de estar con frecuencia llenas de obstáculos, por ejemplo, las vallas puestas con motivo de la cabalgata de Reyes, que siguen sin ser recogidas en muchos puntos de la ciudad. En el Eixample, el peatón tiene que recorrer, siempre, el trayecto más largo.

Y luego están los espacios amplios, que con frecuencia se hallan tan abandonados y llenos de excrementos de perros que invitan a evitarlos. Un ejemplo claro de esto es la llamada plaza del Països Catalans, obra de los arquitectos Viaplana y Piñón, inaugurada en 1983 como prototipo de las “plazas duras”. Un espacio, que se ha acabado convirtiendo en inhóspito y que presenta un estado de semiabandono. Los únicos que parecen disfrutar allí son los usuarios de monopatines, que la han colonizado para su uso casi exclusivo. El suelo está parcheado con pegotes de cemento y los bloques que la ocupan desde hace décadas la vuelven, si cabe, mucho más incómoda. Sobre alguno de los tejadillos duermen desechos desde tiempo inmemorial: restos de monopatines, zapatillas abandonadas, trapos…

No corre mejor suerte la plaza, por llamarle de alguna manera, situada al otro lado de la estación de Sants, bautizada con el nombre de Joan Peiró, anarquista y ministro catalán. Está también ocupada por media docena de bloques pintarrajeados que deben de ser de gran utilidad para alguien y perfectamente inútiles para cualquiera que pretenda disfrutar de un espacio abierto de los pocos que hay en Barcelona.

Si alguien quiere captar la dureza de la ciudad puede intentar dar un paseo (hay quien, a pesar de todo, pasea) rodeando la estación de Sants. Pasar del horror de Joan Peiró al suplicio de Països Catalans no es especialmente fácil. Puede hacerse por el lado mar, colindante con el parque de la España Industrial, con una especie de laguito cuyas aguas turbias son una muestra del insuficiente mantenimiento. Para llegar, sin embargo, hay que sortear los abundantes taxis que ocupan la zona esperando pasaje. Durante el verano, los niños disfrutan del tobogán metálico en forma de dragón. Eso sí, tiene el cuidado de llevarse cajas de cartón plegadas para no quemarse las nalgas porque el diseñador no contó con que el sol, en verano, calienta y mucho los metales.

Por el lado montaña resulta casi imposible andar. Junto a la estación no hay espacio. Hay una entrada proyectada en los tiempos de los íberos. Sigue pendiente. Para ir de un lado a otro hay que cruzar por el interior (abarrotado) o saltar hacia la zona donde paran los autobuses, una de las áreas más feas de ese entorno, en el límite con un futuro tanatorio que el barrio rechaza de plano.

Al otro lado de Josep Tarradellas está la consejería de Territorio. Y, junto a ella, obras. Muchas obras que acumulan años de historia. En Inglaterra se dice que los gobiernos pasan y la BBC permanece. Aquí, cambian los consejeros pero las zanjas y las vallas nunca se van.

Está previsto que un día se hagan obras en la estación, que el edificio crezca por la zona de Països Catalans y hasta que se dulcifique algo la dureza de la plaza. Está previsto, aunque habrá que ver si se llevan a cabo en algún momento. Un siglo de estos. Mientras tanto, el paisaje transmite sensación de desidia, una sensación potenciada porque la limpieza no es el dato más relevante.

La impresión de abandono es tal que hay barceloneses equivocadamente convencidos de que, en realidad, allí no se actúa porque dejará de estar operativa cuando funcione la de la Sagrera (otra obra para la que no hay prisa alguna).

Ese entorno es la primera imagen que se llevan los viajeros que llegan a la ciudad en tren. La imagen de una ciudad dura. Y descuidada.

Es también dura en el trato que reciben sus habitantes, con sueldos bajos, alto coste de la vida, alquileres altos, transportes públicos lentos y una sanidad que conoció tiempos mejores. Los únicos que viven como quieren son algunos antiguos empleados del Parlament. Y los que aprobaron sus sueldos, a quienes la institución paga los impuestos de unas dietas más que incomprensibles. Ahí lo duro no es el urbanismo sino el rostro. Mucho más duro que el cemento de algunas plazas barcelonesas.