En pocas semanas podremos decir que hemos llegado al ecuador del mandato del actual Gobierno Municipal en Barcelona. Hace poco menos de tres años, después de las históricas elecciones europeas de 2014, en las que, por primera vez en la reciente historia democrática española, los dos principales partidos estatales no consiguieron llegar a congregar ni a la mitad del electorado, surgió la idea de construir una candidatura instigada por buena parte de los movimientos ciudadanos de la ciudad. La portavoz de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca consiguió congregar el apoyo de partidos progresistas, tradicionales y nuevos, de numerosos colectivos de activistas o de entidades vecinales, sindicales y de derechos humanos.

Aquella candidatura trataba de concentrar bajo el mismo paraguas a las diversas orillas del activismo ciudadano y político habitualmente excluido del poder político, fuertemente castigado durante la eterna crisis económica y social que vivimos pero rearmados tras las redes de acción refundadas tras el 15M. En aquel fenómeno de 2011, los principales lemas que irrumpieron y golpearon sobre el imaginario político sustentado sobre los hombros de la Transición, eran “¡No nos representan!” y “¡Lo llaman democracia y no lo es!”. Sin duda, el principal eco de aquel fenómeno resonó desde las plazas a la conciencia colectiva señalando los principales problemas del régimen político de 1978: la clase política no defiende los intereses ciudadanos y nuestra democracia es precaria, insuficiente, opaca, corrupta, que dificulta la participación en la toma de decisiones públicas.

Lo que acabó denominándose ‘Barcelona en Comú’ nació desde ese espíritu discursivo y logró un resultado electoral impresionante para una formación recién fundada: las ganó. Sin embargo, apenas superó a CiU en 18.000 votos, solo un regidor más y con un consistorio compuesto por 7 partidos. La gobernabilidad no se presentó fácil y unos meses tras lograr la alcaldía, Ada Colau fraguó un pacto con el PSC para aligerar trabajo a los 11 regidores de gobierno y ganarse una aliado permanente en este peligroso juego de tratar de hacer nueva política con quienes gobernaron durante décadas la ciudad.

La campaña de Barcelona en Comú se fundamentó sobre ese concepto tan rimbombante, como fetiche de la filosofía y la ciencia política: el bien común. El diagnóstico era sencillo: hasta la fecha la ciudad ha estado regida por la práctica mercantil, transmutando la urbe de hábitat vecinal a escenario orientado al negocio. La expulsión de vecindad a cambio de la turistificación de los barrios, la reorientación de la economía hacia el sector servicios, la Barcelona de los grandes eventos y los grandes pelotazos son procesos sociopolíticos que han evolucionado sin participación vecinal y a espaldas de la justicia en la distribución de los recursos de la ciudad.

Durante estos dos años se han podido constatar las dificultades para revertir el devenir del modelo de ciudad hegemónico. Los precios de la vivienda de alquiler han superado ya los precios del momento álgido de la burbuja inmobiliaria de la década pasada, mientras las condiciones laborales empeoran cada día más. En apenas 10 años, Barcelona ha doblado su número de visitantes y, sin embargo, su ciudadanía cada día se siente más excluida por su ciudad. Por primera vez, un consistorio barcelonés se ha preocupado por reordenar el turismo y limitar su expansión, ha evitado pelotazos, como la pista de esquí interior del barrio de la Marina, ha confeccionado un plan de vivienda ambicioso que apuesta por modelos no mercantiles, está tratando de combatir la contaminación de la ciudad con medidas de choque, etc.

Sin embargo, aún quedan los retos más relevantes, los más propositivos, los que deben ir destinados a la reconstrucción del modelo de ciudad del bien común. Barcelona va más allá de su término municipal, sobre todo en el plano de la movilidad y, la ciudad metropolitana continúa siendo un asunto pendiente. La redistribución de los beneficios turísticos parece un asunto urgente, así como cortar de raíz la reconversión de vivienda en establecimiento turístico, limitar la oligopolización y homogenización comercial, la apuesta por la reindustrialización, volver a fabricar cosas para evitar el monocultivo hostelero, etc. Pero además, queda pendiente un asunto fundamental: una nueva normativa de participación ciudadana que acabe con las duplicidades, facilite la puesta en marcha de iniciativas surgidas desde la vecindad, permita la elección directa de los regidores fomentando el compromiso y la corresponsabilidad entre políticos y ciudadanos o poner en marcha de una vez un sistema de consultas ciudadanas sistemático, inclusivo y vinculante.

Dos años desde que la nueva política logró aunar el apoyo de los barceloneses, dos años de expectativas, dificultades, iniciativas y dudas. Dos años en los que aún muchos siguen esperando el acelerador en una marejada de complicaciones institucionales, idas, vueltas y alianzas. En dos años más tendremos la oportunidad de volver a juzgar si caminamos hacia el bien común o si, sin embargo, el sentido común se perdió entre los pasillos y las siempre difíciles alfombras de los lobbies.