No seré yo quien afirme que Barcelona es la capital del delito, pero sí sostendré que en nuestra ciudad el delito es capital por su afianzada y desbordante realidad. La inseguridad no sólo es uno de los principales problemas para nuestros vecinos, sino que su percepción y arraigo es creciente ante unos índices delictivos que aumentan mes a mes tras el fin de la pandemia.

De aquella máxima de “odia el delito y compadece el delincuente”, yo prefiero que se proteja al ciudadano que cumple las leyes y paga sus impuestos y añadiría otra cita: “persigue al infractor y que no quede nunca impune” cuando no recordar el sabio refranero: “quien la hace, la paga”. Ahora, las recientes y tibias reformas penales sobre la multirreincidencia pretenden subsanar tanta laxitud de antaño, pero no se promueven con la imprescindible contundencia.

Seguro que la delincuencia y el incivismo es una desgraciada realidad compartida con otras grandes ciudades, pero la gravedad de la de Barcelona nos hace tristemente singulares y además se ha traslado de la nuestra una imagen y una constatación de condescendencia, de permisividad, cuando no de comprensión, en demasiadas veces.

Barcelona ha sido identificada con las peores asimilaciones. Urbe de multiplicidad de hurtos y robos, ciudad de okupas, barrios de disturbios y radicales callejeros, paraíso de manteros, fumadero de porros u oasis de comprensión de infractores de ordenanzas, de espacios público de botellón y griteríos nocturnos.

Somos una ciudad en la que desde los entornos de gobierno de la alcaldesa Ada Colau, en ocasiones, han estado más pendientes de cuestionar el principio de autoridad de los agentes a los que, más que aplicárseles el principio de autoridad, parecía que se les condenaba a la certeza de culpabilidad y, mientras, se retiraban acusaciones penales a violentos presuntamente implicados en actos ilícitos o incluso se llegaron a grabar intervenciones policiales de actividades irregulares como las del top manta.

Cierto es que se convocan nuevas plazas de Guardia Urbana, pero éstas no compensan los déficits que se arrastraban de efectivos ni las bajas sobrevenidas por la reciente normativa que avala las jubilaciones anticipadas de los agentes municipales. Mientras, la falta de mossos en nuestra ciudad es sangrante. La policía se encuentra desbordada, no da abasto, y, por su escasez, los únicos que se encuentran seguros ante tanta precariedad de agentes son los propios delincuentes e incívicos y, en cambio, quienes se encuentran desprotegidos son los vecinos de bien. Es el mundo al revés.

Por si no fuera suficiente, nos encontramos con unos mossos dependientes de una Generalitat a las órdenes de la CUP en seguridad y orden público y de una Guardia Urbana que, aunque el área de Seguridad la detente el PSC, su máxima jefatura recae por ley en la alcaldesa, léase esa izquierda extrema con concejales que contemporizan con infractores y subvenciona a quienes persiguen a los uniformados.

Barcelona necesita más Guardia Urbana y mossos, respaldo de gobierno a nuestros agentes, normas legales y municipales contundentes y sin complejos para atajar de raíz la delincuencia y el incivismo y una justicia que sea de verdad rápida y ejemplar. Evidentemente toda política pública ha de impulsar las necesarias acciones para prevenir la marginación, la exclusión social o las oportunidades y derechos de vida con dignidad y suficiencia en nuestros barrios, pero es menester actuaciones punitivas y policiales nítidas.

Dicho de otra manera, firmeza 10, mano dura, para que la nuestra sea una ciudad de respeto, segura y de convivencia. Una Barcelona con ordenanzas y de ley.