Una vida sin música es menos que una vida. Se atribuye al escritor Kurt Vonnegut el manifiesto deseo de que su epitafio rezara “la única prueba que necesitó para probar la existencia de Dios fue la música”; no sé si en su neoyorquina tumba se puede leer eso. Tampoco sé si algún dios está detrás del prodigio de que los seres humanos seamos capaces de expresar y sentir todo tipo de emociones, sentimientos y afectos en cuanto suenan unos acordes o se dispara la percusión de algún ritmo. Lo que sí sé es que la mejor herencia que supo dejarme mi padre fue el amor por la música y unos elementales estudios que me han servido para poder expresarme a través de los instrumentos. Y sé que sin música la vida es menos que una vida.

Barcelona es una ciudad casi sin música en directo a pequeña escala. Condenados por normativas municipales que el actual gobierno se mostraba dispuesto a cambiar pero que ha dejado en meras promesas, los propietarios o usufructuarios de restaurantes, bares o cafeterías que querrían ofrecer shows de música en vivo amplificada siguen ateridos de miedo porque todo sigue igual. Hace más de dos años que los gobernantes ciudadanos salieron a cacarear el tan ansiado cambio en las reglas del juego para la música en directo, pero a tanto cacareo no le ha acompañando la puesta de ningún huevo.

Barcelona es diferente, sigue lejos de ciudades como Londres, Buenos Aires, Nueva York o, sin ir tan lejos, Madrid, donde es habitual salir a tomar algo, desde un cóctel a un trozo de pizza, y encontrarte a músicos de todo pelaje y condición ofreciendo su arte en vivo. Resulta paradójico que una ciudad que se jacta de albergar algunos de los festivales más populares del continente haga recular después a los músicos hasta acotar su radio de acción al salón de su propia casa. Por no permitir, los munícipes ni siquiera permiten la música callejera, para lo que también exigen una acreditación, tras someter a los artistas a un cásting que resulta indecoroso, ya no porque desconocemos el criterio artístico y estético de los examinadores, sino por el mero hecho de que tal cásting exista para poder tocar en cualquier esquina.

Y así caminamos hacia unas nuevas elecciones municipales en las que, cómo no, este asunto de la música callejera o en los locales no expresamente destinados a tal fin brillará por su silencio. Tal cosa habla a las claras de la sensibilidad artística de los candidatos a la alcaldía y de sus directores de campaña, siempre más preocupados por temas que les reporten miles de votos antes que por aquellas cuestiones que podrían hacer un poco mejor la vida del pueblo. Barcelona seguirá siendo una ciudad con escasa música en vivo, una ciudad muerta al ritmo, a la melodía, a la armonía y a la poesía que brotan de los instrumentos y las gargantas de esos artistas que seguirán recluidos en salones privados, negando la existencia de Dios a quienes podrían gozar con su talento si otra política municipal lo hiciese posible.