Barcelona es la capital del descontento. De la protesta. Septiembre y octubre, como si se hubiera institucionalizado en el calendario de la ciudad, son meses de manifestaciones y reivindicaciones. Unionistas e independentistas, cada vez más radicalizados, toman las calles y el debate identitario alcanza su máxima intensidad, por muy cansino que resulte a un importante sector de la población.

El conflicto sigue enquistado y tapa muchos problemas que requieren una pronta solución. Barcelona ya no es la ciudad alegre, acogedora y tolerante de las últimos años. Su tejido social tiene motivos para estar preocupado en una metrópoli con muchos síntomas negativos. El peor, la inseguridad. Los vecinos del Raval, posiblemente los más castigados, están hartos de tanta permisividad con los narcopisos y sus calles son el escenario de batallas dantescas de otras épocas.

En la Barceloneta también tienen motivos para el enojo. El barrio marinero, uno de los más populares de la ciudad, ha perdido casi todo su encanto, víctima de una especulación atroz y de un turismo poco respetuoso, antagónico del que deberían fomentar las autoridades locales.

En el Raval y en la Barceloneta, pero también en el Gòtic, en Diagonal Mar y en Poblenou, piden cambios drásticos al gobierno municipal. Y, por sectores, nunca la restauración y el comercio familiar se habían sentido tan desamparados. Las trabas administrativas crecen en la misma proporción que se expande el top-manta.

La Barcelona de Colau está en las antípodas de la Barcelona de (Pasqual) Maragall, cuyo legado es reclamado por casi todas las fuerzas políticas con representación en el Ayuntamiento. En ERC apuestan por su hermano Ernest, el PDeCAT podría encomendarse a Mascarell, Manuel Valls se declara de izquierdas y maragallista, el PSC se agarra a Maragall por razones obvias y Colau tiene la desfachatez de proclamar su admiración por el ex alcalde, ella que tanto reniega de los grandes eventos y que menospreció los Juegos Olímpicos de 1992 con un homenaje indigno. Sólo la CUP y el PP se desmarcan de Pasqual Maragall, aunque en el partido conservador admiten que Barcelona vivió su gran transformación hace casi tres décadas.

En el diagnóstico de los problemas de la ciudad también hay muchos puntos de coincidencia. Mientras Colau aspira a completar su ¿transformación? de Barcelona, la oposición asume que la capital catalana está, hoy, mucho peor que hace tres años. A los problemas antes citados, todos añaden el gran fiasco de las políticas de vivienda de la alcaldesa. También hay mucha frustración con la movilidad (las entradas y salidas de Barcelona son cada vez más caóticas) y la suciedad de muchas calles.

La reputación de Barcelona está tocada. Tocada pero no hundida. Barcelona requiere valentía y gestión para resolver los problemas actuales y recuperar su autoestima. A Colau no le bastará con gesticular en los próximos meses y con renovar su equipo para tapar todos sus fiascos. La oposición, mientras, busca sus mejores candidatos para gobernar una ciudad que fue el gran referente (económico, cultural...) de Catalunya y España, y cuyo motor ahora está gripado.