La prensa se ha hecho eco del centenario del Arlequín que Picasso pintó en 1917 en la Ciudad Condal y que se conserva en la Fundació Picasso desde que éste lo cediera a la ciudad en 1919. Era el tiempo en que el artista, enamorado de la bailarina Olga Khokhlova, siguió la gira de ballet ruso de Sérguei Diaghilev hasta el estreno de Parade en el Gran Teatro del Liceo.

En 1915, Picasso hizo una serie de investigaciones en torno al arlequín, cuya culminación, según palabras del artista, fue el Arlequín, propiedad del MoMA de Nueva York. Otros famosos son: el Arlequín pensativo (1901) del periodo azul, el Tierno Arlequín de 1917, o el retrato de su hijo Paulo, Arlequín (1924).

Parece indiscutible que este personaje de la Commedia dell’Arte, como ocurriría en los años 30 con el minotauro, se convirtió en el «alter ego» del artista malagueño. Para Picasso el arlequín es un testigo de la comedia humana, un iniciado que busca transgredir y trascender las limitaciones del hombre terrenal.

Interesa aquí concebir la actual Barcelona personalizándola en la figura del arlequín. Nos preparamos para votar alcalde y vemos, como Picasso, a la ciudad condal como si fuera nuestro alter ego político y personal. Sabemos que el PIB de Catalunya y el de Madrid se han igualado porque la capital de España aprovecha el desastre del Procés y la baja presión fiscal para parasitar la capital catalana. En la Plaza del Sol hay un ambiente totalmente inimaginable para la Plaça Catalunya: la gente gasta, se ríe y trabaja poco.

Mientras, los políticos municipales componen los rombos del traje del pobre arlequín. Es cierto: como metáfora del arlequín, la personalidad de Barcelona puede llegar a resultar camaleónica: astuta y necia, intrigante e indolente, sensual y grosera, brutal y cruel, ingenua y pobre de solemnidad, mil veces remendada y parcheada, con ese aspecto de malla de estampado romboidal. Barcelona es el criado tragón y tonto, siempre en busca de pelea, comida y mujeres. Pero esto tendrá sus límites. Y mientras, Madrid crece a costa de nosotros, riéndose del arlequín.

La historia del arlequín no acaba mal, porque de pronto, humanizado ante las humillaciones, el miedo al hambre, el amor de Colombina y una inigualable capacidad de supervivencia, reacciona. Pero ojo: no le vaya a ocurrir a Barcelona lo que ocurrió a Arlequín y sus compañeros de la comedia italiana en la Alemania de la Ilustración: que fueron desterrados por considerarse viciosos anárquicos de la comedia, obscenos e inmorales. Barcelona también podría quedar fuera del circuito internacional.

No vaya a ser que, como ocurrió en Frankfurt bajo la dirección de la actriz Friederike Caroline Neuber en 1737: que un muñeco de Arlequín sea quemado en el escenario, como símbolo de la expulsión del tonto del mundo ilustrado de teatro. Porque esto no lo arreglaría ni el bloque de izquierdas de Ada Colau ni los de derechas que, con suerte, podría encabezar Manuel Valls. Y entonces Picasso, en su pesimismo ontológico, habría tenido toda la razón al verse a sí mismo como un muñeco desmembrado, roto y con parches romboidales en su delicado traje de seda.