Ya, otro hombre hablando sobre machismo…, otro hombre hablando, a secas… Ya sabemos que lo normal es que sean precisamente los hombres los que escribamos artículos o, simplemente, los que acostumbramos a protagonizar los alegatos políticos, es decir, los que versan sobre la polis, la sociedad pública. Lo sé, es un problema que aún, no sé ni cuántos mil años después del tema aquel de Adán y Eva, estemos en esta situación de disparidad sobre la participación en los asuntos públicos y que, para más inri, las mujeres sigan siendo una amplia minoría en los cargos institucionales o empresariales. En Barcelona y Madrid tenemos suerte (por primera vez en ambas historias), pero apenas el 36% de las alcaldías de España están ocupadas por mujeres. Y esto tras el 2015, porque hasta entonces, solo el 17% de los ayuntamientos estaba gobernado por alcaldesas.

No es ni casual, ni una tradición que los hombres sigamos dominando el plano público de la vida en sociedad. Y esto es así, entre otras razones, porque también acostumbramos a serlo en la vida privada. En el ámbito familiar, como en los revueltos, hay de todo, pero es evidente (lo lleva siendo demasiado tiempo), que los hogares son mayoritariamente mantenidos por mujeres, siendo las principales ejecutoras de casi todas las tareas domésticas y de cuidados. Unas condiciones de partida que obliga a las mujeres a esforzarse más para poder estar presente tanto en el ámbito privado como en el público dificultan su participación en el debate y toma de decisiones colectivas.

Cuando la polis está dominada por los hombres, es normal que la ideología machista permee como forma hegemónica de relaciones. Últimamente hemos asistido a un auténtico espectáculo mediático acerca del famoso juicio a “la manada”, ese grupo de cinco hombres que violaron presuntamente a una joven durante los San Fermines, mientras lo filmaban todo con sus móviles. Ha sido un show intencionado de desacreditación de la versión de la víctima, su banalización y hasta su criminalización, con un inmenso e irresponsable efecto disuasorio al coraje de las mujeres para denunciar a sus agresores. Ya no es solo que el 90% de las personas violadas sean mujeres o que del 10% de hombres, más del 95% lo hayan sido por otros hombres, sino que aún muchas víctimas se sienten más bien señaladas y hasta desamparadas, en el punto de mira de su responsabilidad.

La violencia machista atraviesa la vida cotidiana de nuestra urbe. Barcelona, más allá de su imagen de vanguardia, es una ciudad en la que casi una de cada tres mujeres ha sufrido una agresión machista grave a lo largo de su vida. Más de un 10% de las barcelonesas han perdido algún trabajo a lo largo de su vida por agresiones machistas. El 16,3% han sufrido violencia machista en la calle, desde intimidaciones, contacto físico no deseado, hasta vejaciones. Han sido asesinadas 26 mujeres a manos de sus parejas desde 2012 en la ciudad. La motivación de fondo siempre es la misma: la ejecución y demostración de la dominación del hombre sobre la mujer llevada a lo terrible.

La violencia estructural hacia las mujeres en la capital catalana también se traduce en el plano más cotidiano. Con datos del propio Ajuntament, casi un 22% de las barcelonesas confiesa haber sufrido violencia psíquica emocional y una de cada cuatro se han sentido o sienten que sus parejas ejercen un control patológico sobre ellas. Además, el 10% se encuentra bajo la extorsión económica de sus parejas. Es una situación ya no solo de disparidad de protagonismo público o de reparto desigual de la carga de trabajo, sino que las mujeres en nuestra ciudad se enfrentan a un hostigamiento material, potencial y latente sumamente peligroso. ¿No hemos consumido ya demasiada historia excluyendo a la mujer como para acabar de una vez por todas con esta sinrazón, en pleno siglo XXI, en una de las ciudades referencia de Europa?

Concluir la labor que iniciaron los colectivos feministas a lo largo de nuestra historia reciente para acabar con el machismo estructural requiere, además de políticas de igualdad decididas y valientes, desde todos los estamentos institucionales, una corresponsabilidad global. Tanto en las relaciones públicas y privadas, desde las más mundanas, a las más solemnes, es hora de revertir que lo normal sea que los hombres pintemos más que las mujeres y, sobre todo, visualizar el trabajo y los cuidados femeninos, casi siempre en la trastienda. Pero también es imprescindible acabar con la subalternidad tradicional de las mujeres en el mundo laboral, combatir el marketing sexista, o tratar de repensar la planificación urbana de la ciudad dando mucho más espacio a las relaciones, los cuidados y menos a su mercantilización.

La Barcelona antimachista es aquella en la que los hombres nos atrevemos a asumir la revisión de nuestros privilegios tradicionales, escuchando, compartiendo, mezclándonos; donde las mujeres toman un papel protagonista en este cambio social necesario, haciendo visibles sus maneras de hacer y de comprender. Y donde las personas que no son ni hombres ni mujeres pueden vivir en paz, con dignidad, protagonizando la riqueza de oportunidades que brinda la diversidad urbana. Es la Barcelona de la empatía, la que está acostumbrada a cuidarnos, protegernos, enseñarnos, divertirnos y hacernos crecer sin importar nada más que la reciprocidad. La Barcelona que combate la exclusión, acoge, ayuda y comparte, que prima esos valores que hasta ahora han adornado demasiado y, sin embargo, han representado poco a la hora de entender la ciudad. Esa Barcelona, la que aspira a acabar con sus desigualdades, sus violencias y su vorágine de expulsión vecinal, será feminista, o no será.