La debacle del Barça en Múnich culmina una decadencia que es preocupante porque la ciudad pierde uno más de sus emblemas internacionales. Aunque, claro, una ciudad decadente contamina a todos sus elementos. También al fútbol. Y con todo, para qué negarlo, Barcelona es más conocida por el fútbol que por sus universidades. Antes de la pandemia, el museo más visitado de la ciudad era el del Barça, por encima del Picasso. En El Cairo o en Bangkok se sabía que Cruyff, Maradona o Messi jugaban o jugaron en un club que fue campeón de todo. Hoy, tras años de gestión errática, ya no figura en la primera división europea. Y la ciudad se resiente, igual que se resiente de la desidia de diversos gobiernos, municipales y autonómicos sobre todo, que han permitido la marcha de Nissan o que persistan las dudas sobre el futuro de Seat.

Son las mismas autoridades que, cuando van mal dadas, buscan culpables en Madrid o Extremadura. En cualquier parte menos en casa. Acusan a los demás y descuidan el gobierno. Desvían el turismo hacia otros puntos, consintiendo o fomentando algaradas y cortes de tráfico, cerrando los ojos al aumento de la delincuencia y de la suciedad en sus calles. Las mismas autoridades que callan cuando saben que Barcelona se apuntará a la red europea de trenes nocturnos cuando ya haya varias capitales conectadas. Por no hablar de la incertidumbre sobre el aeropuerto. Mientras, se estimula que el puerto vaya cuesta abajo poniendo al frente a Damià Calvet, uno de los políticos más simples del carlismo. En música, cine o teatro no importa la calidad sino el idioma, siguiendo el rancio lema “pues habla en catalán Dios le dé gloria”, aunque pueda dar pena.

En los ochenta, con Pasqual Maragall (y un buen equipo: Joan Clos, Xavier Casas, Joan Torres, José Cuervo) al frente de la ciudad, se aprovechó el impulso de los Juegos Olímpicos para atraer turismo, pero también empresas de nueva generación. Al menos eso pretendía el 22@. Luego llegó el procés y las cosas empezaron a torcerse. Y así siguen, sin que nadie parezca interesado en enderezarlas. Nadie significa que hay individualidades que lo intentan, pero no una masa crítica que impulse gestores públicos a la tarea. Impera una cierta mediocridad en los dirigentes políticos y sociales que traduce la mediocre mentalidad provinciana que ha ido cuajando. Puigdemont y Aragonès ejemplifican ese provincianismo. Torra era directamente un pueblerino, en el sentido peyorativo de la palabra. Ada Colau, en cambio, es de donde convenga.

¿Hay en marcha algún proyecto industrial, urbanístico o arquitectónico que sea innovador y no puro parche? Nada. Las construcciones más llamativas son de los ochenta o antes; el siglo pasado. La Sagrada Família, que nació en el XIX, es hoy la obra que proyecta la imagen de la ciudad. Durante un tiempo los turistas preguntaban si aquel templo a medio hacer o deshacer se hallaba en tan triste condición como resultado de los bombardeos de la última guerra. Eran los mismos años en los que la élite cultural barcelonesa, con arquitectos a la cabeza, firmaba manifiestos contra la continuación del proyecto.

La decadencia del fútbol, como la de la ciudad, no es cosa de un día. Son años de despropósitos hasta llegar a un presidente, Joan Laporta, sin planes para el club (o que no cree necesario explicarlos a los socios) y que improvisa por días y por horas. Sugiere que Messi no cobre, pero no pagarse él los viajes. Decía ser independentista y ahora va de monaguillo del Real Madrid. Pretender fundar una liga europea sin disputar siquiera la Champions es de chiste. Puede acudirse a la historia, como hacen quienes presumen del pasado porque no pueden hacerlo del presente y no tienen claro el futuro.

Es una pena que las angustias del Barcelona hayan coincidido con la desaparición de Jaume Cruz, catedrático de Psicología del Deporte en la Autónoma de Barcelona, fallecido este mismo año. Tres días antes de que el Barça se despeñara, un grupo de colegas, discípulos y amigos de Cruz recordaron en Les Cases d’Alcanar, su localidad natal, la trayectoria de quien hubiera podido asesorar psicológicamente al club y a sus miembros. Quedan sus textos y enseñanzas, pero no es lo mismo. La ansiedad requiere del sosiego, de la inteligencia, de la serenidad suficientes para evitar dislates. Jaume Cruz tenía esas virtudes de las que carecen los desquiciados directivos de un club que invita al palco a un defraudador (Jordi Pujol) o busca un carguillo para Jordi Portabella, el peor concejal electo que ha tenido Barcelona. La decadencia del club y de la ciudad, unidas de la mano.