De vez en cuando compro una postal y la envío a un amigo, a un pariente, con mis mejores recuerdos. El trabajo de escribir a mano y pegar un sello se ha convertido en algo exótico y extraño, y eso que la goma del sello ya no tiene que humedecerse con la lengua, sino que es autoadhesivo, porque los tiempos adelantan que es una barbaridad. Sí, adelantan, cambian... Imagínense que a mí me dieron una vez el pésame por Twitter, y no digo más. Todavía no salgo de mi asombro. ¡El pésame! ¡Por Twitter! En fin... ¿Qué quería decir? Ah, sí, las postales. Tarde o temprano, decía, uno tropieza con una postal de la Sagrada Familia. Seguro que habrán visto alguna, seguro que sí, pero ¿se han fijado en ella? Respondan, pues: ¿dónde están las grúas? ¿Eh? ¿Dónde?

Desde la ventana de casa veo cada día la Sagrada Familia, toda llena de grúas y andamios. En las postales antiguas, esas máquinas desaparecían gracias a la magia del aerógrafo, como los disidentes en una enciclopedia soviética, en la que aparecían y desaparecían los ministros de Lenin y Stalin; en las postales más modernas, el fotochop (pronúnciese «photoshop») es el encargado del milagro.

Las grúas son borradas de las postales como si fueran apéndices vergonzosos, pero ¡son bien dignas! Sin ellas no habría ni templo ni nada. Creo que, ahora mismo, una de ellas es la grúa más alta de España. Si no, la segunda. En todo caso, llega muy arriba, y eso tiene su mérito, caramba. Además, hay que verlas trabajar y reposar, todas apuntando al mismo lugar cuando flotan al pairo, a merced del viento, como gigantescas veletas, como aves zancudas de largos picos que descansan al anochecer.

Esta poesía es sistemáticamente borrada de las postales, insisto, con premeditación y alevosía. Piensen en el pobre encargado de la grúa y véanlo yendo a trabajar cada mañana, mirando hacia arriba. ¿Cuántos escalones sube y baja cada día? Sin ascensor, además. ¡Quién sabe! Llevará consigo la comida y la merienda supongo, y no sé qué hará si le viene un pis, algo que me tiene intrigado desde hace mucho tiempo. Pues, desde ahí arriba, con Barcelona a sus pies, ¿qué pensará de esta discriminación, de este olvido sistemático y voluntario de su duro trabajo?

Ajenos a los sentimientos del gruísta, los arquitectos amenazan con terminar el templo en dieciocho años, quizá en menos tiempo. Los vecinos que viven en la calle Mallorca, justo enfrente del templo y encima de las tiendas de «souvenirs», temen el día cada vez más próximo en que la Gran Mona de Pascua se convierta en Godzilla, cruce la calle Mallorca y pida para sí una plaza para mayor gloria de su fachada. Ese día pintarán bastos para los vecinos que digo. Ahora mismo hay que verlos al salir de casa, mirando hacia lo alto, con cara de susto. «Ay, que se acaba», exclaman, en voz bajita y melindrosa.

Pero de esto no se habla, no demasiado. Los encargados de ponerle la guinda al pastel no entran en esta clase de detalles. Primero, porque a estas alturas ya están improvisando y pasándose por el forro las instrucciones de Gaudí, mientras levantan un monumento como les sale de las narices. Porque, ojo, lo del túnel de la calle Mallorca o lo del ascensor de cristal de la torre de Jesús no sé si sale en los planos originales. Segundo, porque es meterse en una batalla complicada con los vecinos, de derechos y compensaciones, donde alguien podría preguntar por el permiso de obras o por los millones de beneficios anuales que se dejan los turistas y que se lleva el arzobispado. Por si acaso, borran las grúas de las postales, para disimular. ¿Obras? ¿Qué obras? ¿Usted ve las grúas? ¡Yo no!

Pero el operario de la grúa, cada mañana, se planta al pie de la máquina y escalón a escalón sube los ciento no sé cuántos metros que tendrá ahora eso. Y nadie le reconoce el mérito. Es un poco como todos nosotros, una metáfora.