Cuando mi alcaldesa, la señora Colau, anunció que rompía el pacto de gobierno con el PSC, un antiguo dirigente de izquierdas se llevó las manos a la cabeza y exclamó: "¡Se ha pegado un tiro en el pie!". Pam. Los periodistas, claro, preguntan por qué y la señora Colau responde siempre lo mismo. Primero dice que el señor Iceta tendría que cuidarse muy mucho de hacerse un selfie con según quién y luego se pone seria y afirma: "No estoy dispuesta a pactar con quienes pactan con la derecha". ¡Menuda tontería! ¿Por qué insisten en llamar selfie al autorretrato? Qué manía.

Perdón, que me he ido de madre. Hablábamos del tiro en el pie. Pam. La señora Colau se niega a pactar con quien pacta con las derechas, habíamos dicho, y acto seguido va y anuncia un acuerdo con —redoble de tambores— los antiguos convergentes. ¡Vaya! Porque los muchachos de Trias no son de derechas, no, qué va. Ni sus amigos flamencos de la Padania, que diría Le Pen. Si sólo fuera eso... Pactar con esta derecha carranclona le ha costado sacrificar el tranvía por la Diagonal y olvidarse del asunto de las guarderías, y alguna que otra cosilla más de cara a la galería.

Total, ¿para qué? En el plenario del Ayuntamiento de Barcelona, el gobierno municipal se quedó más solo que la una. La supuesta alianza con esos que no son de derechas, no, qué va, se esfumó así, puf, en un visto y no visto. El presupuesto se ha quedado sin aprobar y la señora Colau tendrá que pasar por una moción de confianza, y ya van dos en tres años. Pero antes hubo elecciones y los resultados mostraron que dejar de pactar con la derecha para hacer manitas con la extrema derecha tampoco rinde en las urnas. Su formación quedó en quinta posición, que se dice pronto. Tan hábil maniobra política ha sido premiada con un batacazo. Perdón, pam, con un tiro en el pie.

Por eso, en los mentideros —pero también en público— se dice que este gobierno municipal está de hacer bonito, a la espera de lo que pase el año que viene, cuando nos caigan encima las próximas elecciones municipales. Mientras tanto, el PSC hace lo posible por devolverle el favor, los del bando amarillo la tientan y la desprecian a un tiempo y los neoliberales afilan sus cuchillos esperando dar la nota de color naranja y robarle la función. Entre unos y otros, la casa sin barrer y un servidor preguntando si esta habilidad viene de serie o se aprende.

Me dicen, sin embargo, que el errático curso de la política municipal tiene que ver y se explica con los augurios. ¡Vaya! Un séquito de augures presta atención a los signos de los tiempos y si un pájaro hace tuit, tuit, y crea revuelo, allá va corriendo el gobierno municipal, a piar lo mismo. Así, a merced del capricho de las modas, no hay plan ni visión de futuro que aguante dos telediarios.

Si fuera éste el único caso... Entre nosotros, ahora que no nos lee nadie, hace ya tiempo que bailamos todos al son del capricho de una moda u otra. Tuit, tuit, y todos revueltos.

Por lo demás, los arúspices de hoy se parecen mucho a los de antaño. Dejan ir augurios a gusto del pagano y le echan mucha comedia al asunto. Pasan por sabios los que apenas son listos y se ponen transcendentes a la hora de decir obviedades. Otra cosa no pueden decir, porque sutil, razonable e inteligente no son adjetivos al uso en política, aquí y ahora.

Hace unos años, el juego era más sencillo y los signos, evidentes. El augur era un instrumento del poder, como lo ha sido siempre, pero tenía cierta lógica. En cambio, cuando los arúspices contemporáneos se enfrentan a un pollo, no será un pollo cualquiera, sino un pollo de mucho cuidado. Amarillo y del tamaño de una avestruz, va corriendo de aquí para allá, literalmente como una gallina decapitada, atropellando a cualquiera que se le ponga por delante. Es un pollo imprevisible. Ya lo dijo uno de los líderes de la secta: «¡Les vamos a montar un pollo de cojones!».

Visto el pollo, uno pregunta a los arúspices. Pero éstos son incapaces de sacar nada en claro de las vísceras de la política. "Está todo como muy embrollado", dicen, y es natural que así sea, merluzo, porque eso son los intestinos. "Que está embrollado ya lo sé, pero ¿qué tengo que hacer ahora?".

La respuesta fue —pam— pegarse un tiro en el pie. La idea era distanciarse de ésos que se hacen autorretratos —vale, selfies— con la derecha y arrimarse a los adoradores del pollo. "Pero, ¿no son también de derechas?". "Con el amarillo no se nota. Además, son muchos», argumentaban los augures municipales. "Si te arrimas a ellos, seguro que te llevas algún voto y además te aprobarán los presupuestos". Acertaron el pleno al quince, como se ha visto.

Pero ¿no aprenderán nunca? ¿No ven que todo el que se arrima al pollo acaba, tarde o temprano, emplumado o de color naranja? Coja del pie, con una segunda moción de confianza en el hígado, la intención de voto cuesta abajo y la desconfianza —lógica— de sus antiguos y nuevos aliados, la alcaldesa sigue leyendo los signos de los tiempos, porque la fe no atiende a razones, y mucho tendrá que cambiar para que no siga dando tumbos según sople el viento.

Como ella, tantos otros se han pegado un tiro en el pie. Sólo hay que contemplar los titulares de los periódicos y revistas. Hasta los adoradores del pollo andan mareados con tanto ir de aquí para allá, preguntándose si Waterloo acabará en Elba o en Santa Helena. Si leyeran más historia... Pero no hablábamos de quien se cree Napoleón, sino de los pollos.

Me da que el problema es una cuestión cultural. Antes sí sabían lidiar con los augurios. Se los tomaban muy en serio, pero tenían muy claro qué eran y para qué servían.

Atiendan al caso. Si la Legión Española desfila con una cabra, los legionarios romanos, con un pollo. Con varios, de hecho, que transportaban en unas jaulas doradas, muy resultonas. Les explicaré. Resulta que antes de la batalla llamaban al augur de la legión y echaban un poco de grano delante de las jaulas de los pollos. Abrían las jaulas. Si los pollos salían a zamparse el grano con apetito, era una buena señal y la batalla se daba por ganada. Por lo tanto, cuanto más próximo estaba el enemigo, más hambre pasaban los pollos, para no fastidiar los buenos augurios llegado el momento. No eran tontos, los romanos.

(Si la Legión Española hace lo mismo con la cabra, no lo sé. No creo.)

Cuenta Tito Livio, y Maquiavelo nos lo recuerda, el caso de un general que, antes de presentar batalla contra un enemigo muy malo, muy peligroso y tal, llamó a los augures, echó el grano delante de las jaulas, abrió las puertas y... nada. Los pollos se negaron a salir de sus jaulas. ¡Mal augurio! ¿Malo?

El general le dio la vuelta a la tortilla en un pispás. "¿Habéis visto? ¡Mirad cómo se esconden! ¡El enemigo no se atreve a presentar batalla! ¡Nos tiene miedo! ¡Son unos gallinas!", clamó, señalando a los pollos. La broma tuvo éxito, los legionarios celebraron la ocurrencia y salieron todos al campo de batalla a darle una paliza al enemigo de Roma que todavía le duele. Justo antes de la batalla, en un aparte, el general romano llamó al arúspice y le dijo que leyera las tripas de todos esos pollos, "para celebrar la victoria". Cenaron pollo aquella noche y al día siguiente encargaron nuevos pollos. "Más valientes, a poder ser".

Maquiavelo nos cuenta la anécdota de los pollos para señalar que si uno tiene las ideas claras y sabe lo que hay que hacer, sobran los augures y cualquier augurio es bueno. No garantiza el éxito, pero si no se hace así, el éxito no es posible. Depender del qué dirán e intentar contentar tanto a unos como a otros es una señal de debilidad y fiarse de la Fortuna —con mayúsculas, en su condición de diosa—, una insensatez.

Inocente de mí, todavía me pregunto si lo de pegarse un tiro en el pie fue cosa de tener las ideas claras o fruto de un ataque de pánico al contemplar a los pollos encerrados en la jaula, sin querer salir. Allá siguen.