El 6 de noviembre de 1971, sobre las diez de la noche, me llamó por teléfono Carles Sánchez Costa (fallecido en accidente en 1983), que era estudiante de periodismo en la escuela de la Iglesia y estaba vinculado al PSUC. Lo conocía de diversas actividades antifranquistas, entre ellas una reunión de estudiantes de las escuelas de periodismo de Barcelona y Madrid, celebrada en el convento de los capuchinos de Arenys de Mar. Quería hablar conmigo. Nos citamos a las dos de la madrugada, cuando yo terminaba mi turno en la Telefónica, donde trabajaba. A la hora convenida, Carles estaba en la puerta de la central situada en Pau Claris (entonces Via Layetana). Quería hablarme de la Assamblea de Catalunya. No era la primera vez. Meses atrás ya había habido un intento de celebrarla. Lo sabía tanta gente que fue desarticulado por la policía, le recordé escéptico Esta vez, dijo, iba en serio y lo comprobaría cuando me diera la cita. Me acompañó hasta la parada del autobús 43, que salía de la plaza de Medinaceli y que debía llevarme a casa. Ya frente al autobús me soltó: “Cambio de planes. La asamblea es mañana”. No me dijo dónde. Nos veríamos a las once.

Acudí. Estaban él y May Cobos, a la que luego perdí la pista. Los tres asistiríamos en representación (una forma de hablar) de las escuelas de periodismo de Barcelona: ellos dos por la de la iglesia y yo por la Oficial, dependiente del Ministerio de Información.

La reunión sería en la iglesia de Sant Agustí, pero había controles para verificar que la policía hubiera detectado la convocatoria. El primero era una muchacha situada frente al Poliorama. Llevaría tres carpetas, una verde (vía libre), otra calabaza (repetición posterior del control) y la tercera, roja (disolución). Mostraba la verde.

El segundo control estaba en una pastelería de la calle de Escudellers. También la carpeta era verde. Carles sugirió comprar un tortell. Lo hicimos y fue nuestra comida de aquel día. Luego, Sant Agustí. Entramos mientras se celebraba una misa. Esperamos a que terminara y accedimos al desván. Las escaleras eran (o las recuerdo) de madera. El grifo abierto de un lavadero era el último control. De estar cerrado había que salir pitando. Me pregunté cómo y por dónde. Daba paso Pere Portabella. Había ya bastante gente. Sobre las cuatro de la tarde bajamos a la iglesia para celebrar la asamblea.

De los tres que íbamos como estudiantes de periodismo fui yo quien intervino para explicar la adhesión de unos compañeros que ignoraban que estaba allí. Algunos, además, probablemente hubieran presentado reticencias. Pero éramos así de lanzados e imprudentes.

La intervención que más me impactó fue la de Xirinachs. Nos pidió que al salir nos fuéramos todos a comisaría para devolver el DNI porque no estaba en catalán. Se me ocurrió pensar que sólo faltaba ir a la policía y darle nuestros datos. También recuerdo la de un obrero de la Seat que pidió a los empresarios presentes más consideración al negociar los convenios.

Al terminar había que organizar la salida de forma escalonada. Me pasé más de una hora subido a una taza de váter, mirando por un ventanuco para comprobar que no había moros en la costa y facilitar que fueran saliendo los asistentes en grupos pequeños. Cuando salimos había anochecido.

La policía se enteró al ver la noticia en Le Monde.

Tal vez se pregunte el lector a qué viene esta batallita. No hay motivos personales. Se trata de resaltar una vez más el sectarismo de la presidenta del Parlament, Laura Borràs, organizando la conmemoración del 50 aniversario de la asamblea sin invitar siquiera a los asistentes vivos, que no somos ya tantos. A Obiols no lo encontraron; tampoco a mí, pese a haber estado acreditado en el Parlament durante más de 20 años. Le hubiera podido pedir los datos a Pilar Rahola que hace 25 años organizó un encuentro de todos, con foto incluida.

Borràs invitó a sus amigos. A los demás ni siquiera nos considera catalanes. Lo hizo con la ayuda de otro sectario, Rafael Ribó, decidido colaborador del partido de la derecha catalanista más rancia, a cambio de un buen sueldo. Que Ribó no quisiera verme entra dentro de lo normal. Cuando dirigía Iniciativa pidió al diario en el que trabajaba que me cambiaran de sección porque no le gustaban mis informaciones. No lo consiguió. No se ha convertido en un Daniel Ortega porque ni para eso da la talla.

No estoy seguro de si hubiera asistido a un acto que se preveía sectario. De hecho, tuve conocimiento del mismo y no hice nada para que me invitaran. Era evidente que no iba a ser un acto institucional sino de partido, eso sí, pagado con dinero de todos.

Me alegra saberme excluido de una secta así.