La vecina de enfrente tiene una niña que sale al balcón a saludar. Dice ¡Hola! a todos los que sorprende asomados a las ventanas hasta que su madre, con un bebé a cuestas, la mete de nuevo dentro de casa. Un piso más arriba, un señor que un día tuvo una apariencia respetable luce hoy camiseta de tirantes, una pelambrera leonina, un cigarrillo en la comisura de los labios y una garrafa de agua en la mano, que sube y baja, sube y baja, para hacer ejercicio. En la terraza del ático, dos mujeres jóvenes charlan de sus cosas al sol, con los pantalones arremangados y una risa cristalina que adorna el silencio del barrio. En mi escalera, la vecina del sexto pone bailes latinos antes de comer y justo después, pero nunca a horas intempestivas ni demasiado rato, y se agradece. La del primero y la del segundo han recuperado una vieja costumbre, la de chafardear de ventana a ventana, pero mantienen un horario estricto: comienzan a las diez y acaban a las diez y media; podría poner el reloj en hora, tan puntuales son. El primer vencejo del año planeó frente a mi ventana el otro día, solitario y presuroso. Hoy ya son más. La teleconferencia con mis compañeros de oficina se alarga hasta agotar la batería del teléfono; la imagen y el sonido se interrumpen a menudo, la realidad no es como en las películas. En casa, la caja de galletitas que guardo en el armario me habla y me tienta. ¡Cómeme! ¡Cómeme!, susurra, insistente. Todo, como se ve, sucede en la más anormal de las normalidades, siguiendo una rutina insólita.

Hay que contemplar la novedad con curioso interés, para conservarla entre los recuerdos con el cuidado que merece. Pero también tenemos que ser realistas: esto no va a durar siempre. ¿Qué nos espera cuando esto acabe? ¿Qué cambiará? Es la pregunta que todos nos hacemos y no pocos con aprensión en el cuerpo.

Pues no lo sé. Creo que nadie lo sabe. Aunque puedo señalar algunas cosas que ya son evidentes. En vez de cooperar, como hacemos los vecinos en nuestra escalera, en vez de respetar la idiosincrasia de cada cual y tolerar los pequeños vicios ajenos, quienes hemos escogido para guiar nuestros pasos como sociedad se chillan e insultan con un frenesí preocupante. Anteponen sus mezquinos intereses al bien común. En resumen, mal asunto. ¿Qué estamos haciendo mal para que les estemos dando tanta cancha a esa mala gente? ¿Cambiará eso? Lo dudo.

Pero me prometí no hablar de eso ahora. Me desagrada. Evito la chusma que corre por las redes sociales echando bilis, las peleas de gallos que pasan por debates o la tan burda como evidente manipulación de la información que hacen ésos y aquéllos. He comenzado a tirar de películas, vídeos y libros. Ahora mismo estoy leyendo a Dumas (necesitaba relajarme con un superventas) y creo que, ya que es Semana Santa, tendré que poner «Ben-Hur».

Ahora mismo, cuando escribo esto, la gente ha comenzado a aplaudir allá fuera. Pasan dos autocares de Sagalés camino de las cocheras tocando la bocina y sumándose al jaleo. Esos bocinazos no han fallado un solo día. La gente reconoce el esfuerzo de tantos y los aplausos son ánimos que vuelan de ventana en ventana, un recurso para decirnos que somos estupendos. Ni esto es una guerra ni somos héroes, pero ahora mismo la gente humilde, la que ha sido y sigue siendo maltratada por los contratos-basura y los recortes sociales, es la que consigue que todo esto aguante. Hablo de la cajera del supermercado, el operario de pompas fúnebres, la empleada de la limpieza del hospital, el camionero… que están donde deben estar. Ni siquiera la mayoría de los médicos podría clasificarse de verdadera clase media. No puede decirse lo mismo de quien se está forrando vendiendo mascarillas de papel a diez euros la unidad o incumple el confinamiento por acudir a su segunda residencia, también les digo. Menuda multa les metía yo.

La vida sigue, no va a seguir. De otra manera, pero sigue. Se apagan los aplausos, regresa el silencio, la soledad de cada uno, la añoranza de los abrazos y los espacios abiertos y la memoria de las galletitas que uno guarda en la despensa.

Si me perdonan, ahora vuelvo, que me ha entrado el hambre. Y eso que cenaré de aquí a poco. ¿No están ustedes criando tripa? ¡Habrá que hacer algo!