Una vez más Barcelona es la ciutat cremada y, como siempre, la convivencia, los comercios, las terrazas de bares y restaurantes, el mobiliario urbano, las motocicletas aparcadas en la vía pública y otros bienes públicos o privados son quienes resultan dañados por la violencia. Los radicales siempre encuentran un motivo desencadenante: la huelga general, Can Víes, el procés y ahora el ingreso en prisión de Pablo Hasél.

Lo cierto y silenciado es que el rapero ha mantenido una actitud delictiva tan reiterativa como variopinta que incluye condenas por agresión, una de ellas a un periodista, amenazas, coacciones, injurias, calumnias, enaltecer al terrorismo, etc. Esta concatenación de infracciones penales condenatorias en un breve intervalo de tiempo y el impago de las multas impuestas conlleva, como a cualquier otro ciudadano, su internamiento penitenciario. Esta es la realidad y no otra.

Los que nos quieren hacer creer que su encarcelamiento lo es por las letras de sus canciones contra el Rey son los mismos que confunden la libertad de expresión con el derecho a ofender. Es más, si el destinatario de su creatividad es la Iglesia, la Corona, la policía, o un emprendedor no es descartable que pueda recibir el premio de alguna institución como ya obtuvo el falso documental Ciutat Morta. ¿Qué hubiera pasado si en vez de Ángel Ros, el anterior alcalde de Lleida, Hasél hubiera escrito que quería ver a Ada Colau colgando de una cuerda con los intestinos fuera? ¿Pediría también la alcaldesa el indulto para el rapero o se sentiría víctima de un delito de odio? No sólo lo ha solicitado; lo ha hecho mientras Barcelona ardía.

Volviendo a la ciutat cremada no hace falta considerarse una persona de orden para indignarse ante la kale borroka. Los violentos arrasan a sus anchas con unos mossos desprotegidos institucionalmente e imperan los relatos políticos y mediáticos sesgados que argumentan del mismo tenor que los radicales. Con sus discursos comprensivos o tibiezas en la respuesta condenatoria de la violencia unos apuntan y otros queman Barcelona arrogados en su defensa falsa de una libertad que no merecen.

Han sustituido los pasamontañas por sudaderas con capuchas y mascarillas pero sus acciones siguen siendo terrorismo callejero y no únicamente daños en la vía pública. Quienes les defiendan o desde las instituciones no les acusen en los juzgados contribuyen a su auge, proliferación e impunidad. El Ayuntamiento de Barcelona no sólo no se persona penalmente contra los autores de hechos violentos, y debiera hacerlo, si no que en los últimos años se ha retirado de procesos judiciales iniciados contra radicales. En algunos de ellos incluso los acusados tuvieron de abogados a quienes después fueron concejales de gobierno. Por si fuera poco, el consistorio subvenciona cuantiosamente a entidades que acusan, pero no a los violentos, sino a la policía, sean mossos, guardias urbanos, policías nacionales o guardias civiles. Parece ser que a los agentes no les asiste la presunción de inocencia si no que su condición de uniformado le otorga una certeza de culpabilidad.

Lo que sucede en Barcelona no va de libertad de expresión sino de atajar la violencia callejera sin complejos ni distorsiones de la realidad. Sus fechorías son cada vez más frecuentes y de mayor intensidad como lo demuestra el asalto a la comisaría de Vic. Hay que actuar con firmeza contra quienes promuevan odios por sentimiento de pertenencia, ideológicos, sociales, religiosos o étnicos. Cataluña es tierra de seny y lo ha sido también de rauxa pero sobre todo ha de ser de convivencia, de respeto y de ley. No nos confundamos.