Hace ya algunos años, antes de publicar mi primera novela, La conjura de Perregaux, mi editora encontró en el manuscrito una falta de ortografía. Algo que tenía que ir con be iba con uve, o viceversa, y me lo señaló. Acto seguido, me preguntó si me encontraba bien, si me había pasado algo, porque me encontró ruborizado y balbuceante. ¡Qué vergüenza pasé! Con lo que me duelen estas cosas... Ante mi apuro, se esforzó en tranquilizarme, en recordarme que eso le pasa a cualquiera, que Fulano de Tal, un famoso escritor que ahora no citaré, hacía más faltas de ortografía que un chimpancé aporreando una máquina de escribir, que no se publica libro sin errata, etcétera.

La semana pasada volví a pasar una vergüenza semejante, porque en mi artículo para Metrópoli Abierta escribí «sarrampión» cuando es «sarampión». Tan pronto me avisaron del error, mi azoramiento fue mayúsculo. Pero de todo se aprende, ¿no es cierto? Lo siento, intentaré hacerlo mejor la próxima vez.

Todos nos equivocamos y cometemos errores. Unos pasan desapercibidos y otros tienen consecuencias nefastas e inmediatas. Hay errores afortunados y otros que duelen. Unos los buscamos y los otros se nos echan encima, sea por voluntad del destino o por azar. Los planes, como los planos, lucen estupendos en un papel, pero siempre se complica su ejecución. Entonces surgirá la posibilidad de un error, y sabido es que si alguien puede cagarla, la cagará.

De ahí que el ejercicio de la política sea, desde esta perspectiva, el de la gestión de los errores propios y ajenos. Es ahí donde demostrará lo que vale un gobernante. Por lo tanto, ¡bienvenido el error!

Un político propondrá hacer algo, lo llevará a término y luego intentará asumir las consecuencias de haberlo hecho. De lo contrario, no tendría que merecer nuestra confianza. Marear la perdiz y no afrontar la realidad no hará sino que empeoren las cosas. No siempre es posible remediar el mal hecho, pero sí que lo será no insistir en él. A toro pasado es muy fácil recrearse con los errores de los demás, aunque nos guste tan poco que se fijen en nuestras meteduras de pata. Tendría que recuperarse el uso de un verbo ruso, dimitir, pero también otro en latín, cesar. Ser honesto y admitir el fallo facilita las cosas y genera confianza. Echarle las culpas al otro, en cambio, siempre empeora las cosas.

La gestión municipal de Barcelona ha puesto al gobierno de Colau contra las cuerdas, y su gestión política se ha cobrado y se cobrará algunos votos. No es éste el momento, pero enumeren ustedes mismos una colección de errores de bulto y promesas incumplidas por la alcaldesa y su equipo. De la vivienda a la seguridad en las calles o la gestión del tráfico hay donde escoger. Luego enumeren sus errores políticos: su tonteo con el independentismo, si sí, si no, si yo también... la ruptura del pacto con el PSC, su torpe política de comunicación, el número de compañeros de candidatura que han preferido largarse a otra parte antes que repetir... Lo importante viene ahora: ¿qué han hecho Colau y sus colaboradores para poner remedio a tantos males? Sírvanse ustedes mismos.

Cuentan que ERC podría arrebatar la alcaldía a los «colauistas». Pero, ojo, porque ya sabemos de la gestión de ERC en los últimos años en la Generalitat, de la manita de los convergentes. ¡Siempre les han dicho que sí! Vean los recortes y sus consecuencias, no atiendan a la palabrería. En cuanto a su deriva política, ahora se venden como moderados y están tan chiflados como antes. Me resulta imposible confiar en alguna de sus promesas y creo que es una opinión compartida por muchos. ¿Creen ustedes que han aprendido de los errores cometidos los últimos años o que insisten en «sostenella y no enmendalla»?

¿Me equivoco? Quién sabe. Eso deberán juzgarlo ustedes mismos.