La palabra "simpatía", como casi todo, viene del griego después de haber pasado por el latín. En latín era sympathīa y en griego, en su versión original, συμπάθεια (se pronuncia sympátheia). Venía a significar, en origen, la comunidad de sentimientos. Uno sentía simpatía por otro si coincidían sus sentimientos, para entendernos. El diccionario de la RAE admite cinco acepciones de la palabra, pero, para lo que vendrá después, me quedo con la tercera: "Modo de ser y carácter de una persona que la hacen atractiva o agradable a las demás".

Mientras que la simpatía es más difícil de definir, la antipatía se define rápido. Es, de nuevo, una palabra griega, ἀντιπάθεια (dígase antipátheia) que en latín pasó a decirse antipathīa. La RAE la define estupendamente como (cito): "Sentimiento de aversión que, en mayor o menor grado, se experimenta hacia alguna persona, animal o cosa".

La simpatía y la antipatía son motores emocionales de la política. Cualquier gobernante quisiera caer simpático entre el público, aunque no tendría por qué si la política, como soñaban los filósofos ilustrados, fuera territorio de la Razón (así, con mayúscula). Prueba de ello es que los tiranos, a lo largo de toda la historia, se representan como seres simpatiquísimos. Fíjense: abrazan y besuquean a los niños y éstos, qué contentos se ponen; despiertan la admiración por su porte y apostura; todos sonríen a su alrededor, alborozados por la presencia del líder y agradecidos por su gestión; en los anuncios, todos sonríen, todo es jolgorio y alegría y helado de postre. Más sonríen los tiranos, más ocultan.

Por eso, alguien defendió la democracia como el sistema político que te da derecho a estar cabreado con el gobierno. Obsérvese que en un sistema democrático comme il faut, tienes derecho a ser feliz, pero en una tiranía estás obligado a serlo. Matices que dejan de serlo cuando te obligan a tomar helados de postre sin que te apetezca y mostrarte feliz por pertenecer al pueblo elegido, a saber por qué.

Algo de eso tastó el señor Scully. Seguro que conocen la historia. El pasado 20 de agosto, el Financial Times publicó una entrevista Sean Scully y Lilianne Tomasko, una pareja de artistas que llevaban tiempo viviendo en Barcelona. Como suele decirse, se habían integrado. Hasta tal punto que la pareja hizo muy buenas migas con el Monasterio de Montserrat, ahí es nada, que tiene en sus instalaciones una exposición permanente de la obra de esta pareja. Se habían encariñado con nuestra tierra y nuestra gente, vivían bien, se sentían a gusto aquí. La ciudad les era simpática… hasta que un grupo de habitantes se volvieron insoportablemente antipáticos.

"Ibas a reuniones en las que la gente hablaba sólo en catalán, como diciendo: ¡Jódete!", declaró el señor Scully, un poco mosca. Su hijo de doce años iba al colegio y un día sus profesores le dijeron que en el patio debía hablar catalán en vez de castellano, comentó la señora Tomasko, un tanto cohibida. Los antipáticos comenzaban a ser molestos, en todas partes. "Todo el rato lo mismo, era imposible", explicó su mujer, y Scully, tajante y en un tono más áspero, puso fin al asunto diciendo: "Al final no pudimos soportar más vivir en Barcelona por culpa de esa mierda". Ahora vive en Francia, más tranquilo.

Lo de "esa mierda" se ha publicado en los periódicos y ha corrido por las redes sociales. Un tipo de fuera que vivía tan feliz entre nosotros ha visto como esa mierda ha comenzado a joderle y hacerle la vida en Barcelona más antipática, hasta que ha hecho las maletas y ha dicho que ahí os quedáis. Yo sólo añado que esa mierda de la que habla es también la mierda que ha convertido las instituciones autonómicas en un pozo negro de corrupción, estulticia e inoperancia que se arrastra desde el asunto de la Banca Catalana, por lo menos.

Esa mierda tiene consecuencias. Barcelona ya no es faro de culturas, motor de la industria, ejemplo de nada, sino que se ha precipitado de cabeza hacia la insignificancia. Y no hablo del Barça por no echar sal sobre la herida y porque el fútbol, de verdad, me aburre. Tengo derecho a ello, ¿no? A que me aburra. ¿O tampoco?