Ada Colau llegó al Ayuntamiento de Barcelona, y a la política catalana, en 2015 y parecía que se iba a comer el mundo. Los Comunes se impusieron en la izquierda, sobre todo en el área metropolitana, alcanzaron la alcaldía de Barcelona y ganaron las elecciones generales. Todo iba sobre ruedas para la “nueva política” de la izquierda catalana. El sorpasso a los socialistas parecía sólido y los cenáculos auguraban el fin de los socialistas catalanes.

Han pasado sólo cuatro años y 2019 se está convirtiendo en el annus horribilis para Ada Colau. La cosa empezó a torcerse en 2017 con la derrota, sin paliativos, en las autonómicas. Sus vaivenes y veleidades con el separatismo empezaron a cercenar su espacio electoral. La gestión en el consistorio dejaba mucho que desear y los colectivos que auparon a Colau empezaron a desmarcarse de su gestión que levantaba múltiples banderas que acababan en fracasos más o menos sonoros. Por si fuera poco, los Comunes, árbitros en la poblada área metropolitana eran lapidados en los grandes municipios hasta convertirse en testimoniales, residuales o insignificantes.

Su pésima gestión en el consistorio barcelonés le llevó a una derrota en las municipales, con amago de retirada incluido. A Colau le salvó su “enemigo íntimo” Miquel Iceta, fraguando un acuerdo con los socialistas otrora menospreciados por los Comunes en el gobierno municipal. El inicio de la legislatura no ha podido empezar peor. Subida del IBI con unos objetivos ambiciosos, pero mal explicada porque la alcaldesa se ha refugiado en las sombras para no dar la cara ante una subida impositiva que siempre tiene mala prensa. Crisis de inseguridad negada hasta la saciedad con una alcaldesa de vacaciones en los peores momentos, minimizando un impacto que era escandaloso para todos los barceloneses, menos para la más alta representante municipal.

Como resultado un fiasco en las generales. No sólo no las ganaron los Comunes, sin Xavier Domènech que puso pies en polvorosa, sino que ERC y PSC les arrebataron votos y escaños. Colau ya no tiene las armas populistas con las que se dotó en 2015. Las últimas manifestaciones de vecinos, en sus feudos, contra la inseguridad son una nota a pie de página a tener en cuenta. No son las primeras y tampoco son las últimas. Tanto es así que nuestra alcaldesa muy dada a eso de ser la novia en la boda y el muerto en el entierro está intentando ponerse de perfil en unas elecciones que no le pintan nada bien. Por si fuera poco, Iñigo Errejón ha decidido darle la batalla y presentarse en la circunscripción de Barcelona. Ha sido todo un disgusto para Colau, pero puede ser peor. Imagínense que a Errejón le va bien y obtiene representación, a todas luces a costa de los Comunes, quién le dice a Colau que no se fraguará una marca Más Barcelona que le plante cara en las próximas municipales.

Lo dicho annus horribilis y Colau sólo se puede aferrar a la gestión municipal para intentar recobrar bríos. Hasta ahora ha cedido la batuta al PSC de Collboni, que saca pecho, pero que se mantiene leal al pacto de gobierno. Los socialistas han recuperado la iniciativa en la ciudad que les dio la espalda en 2015 y que sólo un impertérrito Collboni, inasequible al desaliento, les devolvió el protagonismo. La táctica de Colau de escurrir el bulto ante cualquier tipo de problema y refugiarse en el eslogan, la pancarta o la bandera no la llevarán a aguas tranquilas. Al contrario, desembocará en aguas turbulentas. Podría empezar por el IBI, por ejemplo, y guardar en el cajón supuestas rebajas del recibo del agua que nos representarán 55 céntimos. Bromas las justas, por favor, o el annus horribilis será eterno y Colau y sus Comunes acabarán como muchos de sus proyectos: enterrados. La gestión municipal es su tabla de salvación. Veremos.