Quiero creer que las fiestas mayores de ciertas zonas de Barcelona tuvieron cierta lógica hace muchos años, cuando los villorrios que iban componiéndola y convirtiéndose en barrios aún conservaban muchas características de su vida pre urbana. Celebrar hoy día la fiesta mayor de Gràcia o la de Sants tiene un punto anacrónico: con que se celebrara únicamente la Mercè, Barcelona iría que se mataba. Y tengo la impresión de que hasta podríamos prescindir de ese jolgorio por sus connotaciones inevitablemente pueblerinas. ¿Alguien ha oído hablar de la fiesta mayor de París, Londres o Nueva York? Pues eso.

Nuestras fiestas mayores, además, han ido sufriendo un proceso acelerado de degradación desde hace años, cuando las de Gràcia y Sants se convirtieron en sendas excusas estivales para beber sin tasa y hacer el ganso por parte de propios y extraños. En Gràcia se instauró una tangana permanente entre las yayas del barrio y sus calles decoradas y los habitantes supuestamente alternativos y sus jolgorios a base de alcohol y drogas, hasta el punto de que se ha convertido en una tradición que los insumisos de turno –además de mear y vomitar por toda la zona- se acaben cargando los voluntariosos, aunque siempre escasos de presupuesto, adornos de las teresines de toda la vida.

Este año, con el covid y los bares cerrados a horas demasiado tempranas, el desmadre callejero ha crecido de manera exponencial, igual que en Sants, con la novedad de enfrentarse a la policía porque sí, porque yo lo valgo y a mí nadie me tiene que decir cuando me tengo que ir a casa, con lo bien que estoy meando por las esquinas y potando sobre los zapatos de los amigos. La actitud pusilánime y progre de la administración Colau, que no sé para qué tiene la Guardia Urbana, pues no le deja hacer nada, era el elemento que faltaba para que las anacrónicas fiestas mayores de nuestra querida ciudad se convirtieran en lo que han sido este verano: un sindiós de proporciones mayúsculas que dudo mucho que haya hecho felices a las teresines de Gracia y a las fans de Núria Feliu de Sants.

Nos queda la traca final: la Mercè. Se supone que antes, el día 9 de este mes, Ada y sus secuaces se reincorporarán a sus puestos de trabajo, aunque no se detecta mucha prisa por su parte en la vuelta al cole. Tras los cristos de Gràcia y Sants, se hubiese agradecido alguna declaración de los comunes al respecto, pero nos hemos quedado con las ganas, ya que, además de no decir ni mú, se han pillado una semanita más de vacaciones porque la ciudad funciona perfectamente ella sola (de la aparición de chinches y ratas en ciertas zonas de la ciudad tampoco les hemos oído decir nada). Así nos hemos enterado de que si eres un ciudadano de a pie tienes, con suerte, cuatro semanas de vacaciones, pero si controlas la alcaldía de Barcelona tienes derecho a cinco. Bueno es saberlo.

Ya que no hay manera de acabar con esos anacronismos rurales que son las fiestas mayores de algunos de nuestros barrios -en el Eixample no tenemos porque es pura ciudad-, podríamos intentar, por lo menos, que no se convirtieran en esos infames vomitorios en los que la gente llega a las manos y no hay manera de poner orden porque la Guardia Urbana tiene instrucciones de pasar desapercibida. Las teresines tienen derecho a hacerse la ilusión de que viven en un pueblo, igual que las fans de Núria Feliu. Ni unas ni otras tienen por qué aguantar a los que consideran que una fiesta que no acaba intercambiando sopapos con la policía es un aburrimiento sideral.