Me encanta la verbena de Sant Joan. O, mejor pensado y dicho, lo que me encanta es el masivo éxodo que se produce, y que deja Barcelona como esa ciudad que da gusto recorrer cada vez que la marabunta la abandona por unas horas o días. Para esta ocasión, las hormigas salieron en el considerable número de medio millón de coches; si multiplicamos esa cifra por una media de tres ocupantes, nos queda la bonita cifra de un millón y medio de habitantes que nos dejaron a quienes decidimos no movernos de la city en un estado cercano a la gloria.

Hace décadas que viene sobrando gente en todas partes, y Barcelona es un buen ejemplo de ello. Favorecida por unas políticas en materia de turismo bastante parecidas a la ruleta rusa (ya sabes: clic, no, clic, no, clic, ¡bang!, ¡qué lástima, te ha tocado el balazo en la sien!), la invasión de guiris nacionales y foráneos convierte la ciudad en un lugar a menudo invivible. Si sumamos el nada inocuo precio de los alquileres y la explotación salvaje de unas viviendas que vuelven a generar otra burbuja que nos reventará en pleno rostro en un cuarto de hora, Barna se parece mucho a un asco, al menos para quienes hemos vivido en ella épocas mejores.

Así que cuando llegan fechas como la festividad del solsticio de verano es un alegrón que tanta peña se largue a tomar viento más fresco (o sol, o tinto de verano o lo que le dé la gana). 

Pero, claro, no todo son parabienes en relación con la noche más corta del año y las que la preceden. El festival de petardos encabeza la clasificación de molestias. A diferencia del pueblo español, que disfruta hasta el escalofrío con el maltrato animal como forma de celebración festiva (fiesta nacional le llaman al encarnizamiento y asesinato de toros y vaquillas), o de otros como el valenciano, amante del estruendo en cualquiera de sus formas (también en las interpretaciones de algunas piezas por sus numerosas bandas municipales), el pueblo catalán se caracteriza por una cierta propensión a la contención e incluso a la moderación y al silencio. Pero en la noche de Sant Joan, en las anteriores y en las que vienen después, ese carácter respetuoso y contenido de muchos barceloneses se transmuta en un incordioso adorador del ruido por el ruido mismo.

Petardos de todo tipo y tamaño atruenan no sólo en las calles, también en los patios interiores de los edificios y de las manzanas del Eixample, que cobran así el terrible aspecto de un ensayo de un concierto de drum’n’bass . Perros, gatos y niños desprevenidos comienzan a ladrar, chillar o esconderse en cualquier espacio que les ofrezca el cobijo necesario, y olvídate de poder mantener una conversación coherente si te ves obligado a vivir con las ventanas abiertas.

El panorama empeora si eres de los que gustan de dar paseos por la playa o sus inmediaciones: el litoral está literalmente tomado por la Guàrdia Urbana y los Mossos, vallado para impedir acercarse con coches o motos, y si traspasas a pie o en bici el cerco policial, lo que sobreviene es más estruendo, en este caso de petardos con pólvora o con pretensiones musicales, grupejos charangueros que confunden música con bullanguería y aires de saltimbanqui sobre el escenario festivo.

Me encanta la verbena de Sant Joan, pero si puedo encerrarme en casa a gozar del aire acondicionado.