Ada Colau se tuvo que envainar el concierto de alegría macarena frente al coronavirus porque ni los propios músicos seleccionados para el evento querían verse asociados con él. Con más de 10000 muertos (y contando), la cosa sonaba a frivolidad municipal y a despilfarro, aunque, ciertamente, 200.000 euros de presupuesto no fuese una cifra desquiciada (pero sí inoportuna). En una época en la que mitos vivientes de la música pop como Dylan o los Stones cuelgan en la red, gratis total, sus nuevas canciones, nadie entendía muy bien que hubiera que soltarle 200.000 pavos a Jaume Roures y Andreu Buenafuente (más unos euritos para los músicos) para gestionar un espectáculo de los de levantar el alicaído ánimo de las confinadas tropas. La oposición, lamentablemente, recurrió a la demagogia y el buenismo -especialidades en las que los comunes brillan con luz propia, por cierto- en vez de señalar lo que a mí me parece el punto más negro de la propuesta: una empresa privada iba a aprovechar la situación para hacer un (discreto) negocio.

Jaume Roures será más de izquierdas que Amancio Ortega, pero también es más cauto a la hora de sacar la cartera frente a la pandemia y, si puede, la aprovecha para levantar unos euros con la colaboración de una alcaldesa progresista no, lo siguiente. Tenía todo tan mala pinta que se acabó cancelando, como todos sabemos, aunque quedan algunos flecos que afrontar: actuaciones ya grabadas (no sé si también remuneradas), puesta en marcha de la maquinaria Mediapro (que algunos gastos habrá generado) y, sobre todo, cuestiones morales que deberían preocupar a Ada Colau, quien en vez de quejarse de que la suspensión del concierto de marras obedece a una conjura de la extrema derecha, tal vez debería preguntarse si es lícito el trato de favor que lleva tiempo otorgando a la empresa del señor Roures, cuya filial norteamericana ha tenido problemas con la justicia de ese país por un quítame allá esos sobornos relacionados con la monetización audiovisual de eventos deportivos.

¿Es Mediapro, como aseguran sus mandamases, una empresa ética, progresista y limpia de polvo y paja? La verdad es que no da esa impresión. Roures le dijo hace años al diario francés Libération que él no trabajaba, sino que militaba, demostrando una notable habilidad para el sarcasmo, ya que, en su caso, la militancia progresista no se compadece mucho con su legítima (o puede que ilegítima, en el caso de la filial estadounidense de su socio Gerard Romy, ya convenientemente fuera de cuadro) voluntad de lucro.

Otra filial de Mediapro llegó a un acuerdo con el Ayuntamiento para construir vivienda social (en la práctica, un modesto edificio de 46 apartamentos), lo que parece indicar que Ada se ha tragado lo de que Roures milita en lugar de trabajar y que no considera relevantes los problemas legales de Mediapro en los Estados Unidos a causa de unos supuestos sobornos.

Tal vez no resulte tan extraño: ambos son unos bocazas del progresismo a la violeta que, siendo parte del problema, se consideran parte de la solución, actitud muy extendida entre un gran sector de lo que hoy día se considera izquierda en España. Con José María de Porcioles y Josep Lluís Núñez sabías a qué atenerte, pues habían venido al mundo a trincar y a explotar al obrero, pero con santurrones como Colau y Roures la cosa se complica: Marx los cría y ellos se juntan, aparentando ser lo que no son y clavando nuevos clavos en el ataúd de la depauperada izquierda barcelonesa, catalana y española.