Aunque el ministro Marlaska dijo que la Policía Nacional estaba muy bien donde estaba en Barcelona –o sea, en su residencia habitual de la Via Laietana–, Ada Colau sigue maniobrando para echar a los maderos de allí. ¿A qué viene esa insistencia, que solo va a llevar a estériles discusiones con el Ministerio del Interior, es decir, con el Estado? Tengo mis teorías al respecto, ya que la excusa de recurrir a la memoria histórica (¿o histérica?) y crear un centro sobre la represión franquista no resulta muy creíble (¿qué piensan exponer en ese museo, la porra y el puño americano con el que el abyecto comisario Creix zurraba a los rojos detenidos?). Un centro sobre la represión es como esos museos de la paz que se anuncian cíclicamente en lugares que se distinguieron precisamente por lo contrario: el material expositivo suele ser escaso, por motivos obvios, y a lo máximo que se puede aspirar es a fabricar una especie de teatrillo en la línea del Tren de la Bruja de los parques de atracciones cutres (y en el caso de la paz, ya me dirán ustedes qué se puede mostrar, aparte de bonitas fotos de palomas blancas sobre cielos despejadamente democráticos).

Ada Colau padece una esquizofrenia laboral que la lleva a ejercer, al mismo tiempo, de alcaldesa de Barcelona y activista antisistema. Muchos agradeceríamos que se decidiera por una cosa o por otra, pero ella parece llevar muy bien su empanada mental. Como alcaldesa, no debería tener nada en contra de que la Policía Nacional (que, como le ha recordado Marlaska, es una policía democrática desde hace más de cuatro décadas) conservara su sede tradicional, pero como activista antisistema, está obligada a mirar mal a las fuerzas del orden, cosa que hace con frecuencia y empezando por las que dependen de ella, la Guardia Urbana, a la que está poniendo cortapisas constantemente. El numerito de la comisaría supongo que le sirve para intentar apaciguar a sus desengañados fans, que empiezan a verla, al igual que el resto de los barceloneses, como lo que realmente es: una política plenamente integrada en el sistema, aunque sienta una lógica y comprensible nostalgia de los tiempos en que iba por ahí disfrazada de abeja Maya y tratando de impedir desahucios.

Echar de casa a los maderos tiene algo de desahucio, pero se supone que, en este caso, se trata de un desahucio progresista. Por el mismo precio, Ada, que no es unionista ni independentista, sino todo lo contrario, les da una alegría a los indepes, colectivo que la detesta, pero con el que siempre intenta congraciarse por motivos que debería explicarnos su psiquiatra. De una sola tacada, indepes y antisistema pueden hallar cierto solaz en las maniobras de la alcaldesa, cada pandilla por sus propios motivos: los unos les hacen la pascua a las fuerzas de ocupación y los otros se quitan de encima a esa gente tan desagradable que los aporrea cuando les da por quemar contenedores. Lo del supuesto centro contra la represión no sé a quién puede hacer feliz, como no sea a la caterva de historiadores sectarios que tenemos y que no desaprovechan ninguna oportunidad de manipular la historia a su antojo. Ah, sí, y también sirve para seguir recordando a Franco, aunque lleve más años muerto de los que estuvo tocándonos las narices a los españoles (esto es algo que la izquierda debería hacerse mirar: que Vox nos recuerde constantemente al Caudillo tiene su lógica, pues son los herederos naturales de su manera de ir por el mundo, pero que la progresía siga magreando al fiambre empieza a resultar muy cansino, por no hablar de los efectos indeseados de la insistencia, como el de la hija falangista de Almudena Grandes).

Por la comisaría de Via Laietana pasaron antifranquistas a los que se maltrató y torturó, de eso no hay duda, pero también dieron ahí con sus huesos miles de delincuentes comunes (entre ellos, el padre del rumbero Peret, que aprovechaba las detenciones para vender cortes de traje a los polis, como me contó un amigo cuyo progenitor había sido comisario en Via Laietana). ¿Habría que incluirlos en el supuesto monumento a la represión? En el caso del señor Pubill –tan bien retratado por su saleroso vástago en su canción El mig amic–, no tendría nada en contra, pero tiene que haber un montón de ladrones, violadores, asesinos y mangantes en general con los que lo mejor que se puede hacer es olvidarlos.

Yo ya entiendo que Ada está sufriendo un molesto cerco judicial –junto a secuaces como Janet Sanz y Eloi Badia– y que lo de echar a los maderos puede alejar temporalmente el foco de los juzgados, pero me temo que se está metiendo en camisa de once varas. Como con el Hermitage. O con la negativa de los suyos a la ampliación del aeropuerto del Prat. No me parece que la principal urgencia de Barcelona sea el desalojo de la Policía Nacional de ese edificio que ocupa desde hace décadas.