Mariano José de Larra retrató así a una señora en su clásico artículo El mundo todo es máscaras, o todo el año es carnaval: “¡Qué empeño en parecer lo que no es! ¿Para eso sólo se pone un rostro de cartón sobre el suyo? ¿Teme que sus facciones delaten su alma? Viva tranquila; tampoco ha de menester careta”. Prácticamente igual que Ada Colau. Aprendiza frustrada de actriz sin gracia. Incapaz de acabar una carrera ni de trabajar en ninguna empresa privada. Se hizo okupa a cargo del presupuesto público, y populista y popular a base de ocultar su cara. Se calzó un antifaz, se colgó de una capa, se disfrazó de amarillo, color de la mala suerte, y se lanzó a hacer de payasa, interrumpir actos públicos y a violar la libertad de quienes expresaban sus ideas con educación. Original para nada, su indumentaria plagió los tebeos del Guerrero del Antifaz, que era católico, machista y sentimental. Y el del Zorro, que fue aristócrata y patriarcal. Ada debía de temer que su cara delatase su alma, o que alguien la desenmascarase y pudiese aplicarle algunas de las cualidades que enumeró Larra en el artículo citado: “veleidosa, infiel, perjura, desvanecida, envidiosa, áspera, altanera…”

En estas semanas de máscaras y mascarillas, la paladina de la Comuna de Barcelona no ha decepcionado y ha estado a la altura de su confusa personalidad. Ha hecho una cuarentena voluntaria para darse publicidad. Ha lucido una mascarilla de gama tan alta que no la tienen ni los cirujanos. Y se ha camuflado tras otro modelo más sencillo a la que se le vio el plumero. Ha animado a los barceloneses a que celebren mañana un domingo de ridícula pascua laica en los balcones practicando fitness, a pesar de la opinión en contra de los bomberos. Ha donado catorce millones de euros públicos a sus camaradas del LGBY. Ha denegado todo auxilio económico a la hostelería, a la restauración y al pequeño comercio. Ha aumentado el dolor de los familiares de los difuntos ofreciéndoles unas sepulturas provisionales con contrato temporal. Y se ha precipitado a exigir que, a pesar del confinamiento sanitario, se deje pasear a los niños como se hace con los perros… Su argumento es que peligra la estabilidad mental de los menores, cuando todos los psicólogos y psiquiatras saben que lo peor para la salud psicológica de las criaturas es un padre o una madre descentrados de la cabeza o de los nervios.

Hay que admitir, no obstante, que Ada puede estar tranquila, porque la mascarilla le sienta como un guante. Sólo deja a la vista esos sus ojos que nunca miran de frente y se le escapan hacia arriba y a la izquierda cada vez que miente. También evita detectar que su rostro se pone rojo las pocas ocasiones que dice una verdad. Y lo que es más importante para ella: la mascarilla tapa los rasgos y muecas de su cara cada vez más dura. Aunque para eso, tampoco ha de menester careta.