El pasado sábado la alcaldesa fue abucheada durante su alocución en el pregón de Gràcia, lo que provocó las lágrimas de la primera edil y que ésta acusara de sectarios a quienes la silbaron. No seré yo quien defienda a quienes lo hicieron, independentistas y radicales, que agasajaban al pregonero, el condenado por sedición Jordi Cuixart, pero sí quiero recordar que, si alguien ha jaleado la falta de respeto contra los adversarios políticos y los discrepantes de sus ideas, han sido en un pasado muy reciente la propia Ada Colau y sus adláteres.

¿Quién no tiene presente a la hoy alcaldesa cuando antaño como activista okupaba pisos municipales, se disfrazaba de avispa para interrumpir actos políticos electorales o promovía escraches, incluso ante domicilios particulares de concejales del PP? Entonces, los que discrepábamos de ella recibíamos, decían, “jarabes democráticos”, y evidentemente los increpadores nunca fueron calificados por ella de intransigentes, como hace ahora al ser éstos sus propios compañeros de activismo (sic) social.

Recuerdo los silbidos y gritos que contra mí proferían los seguidores de Ada Colau mientras intervenía en su investidura como alcaldesa en aquel mes de junio de 2015, y mis palabras e imagen se reflejaban en las pantallas de televisión instaladas en la plaza Sant Jaume para retransmitir aquel momento. El bochorno de descalificaciones y de insultos que sufrí al salir del ayuntamiento proferidos por sus seguidores se consideraron entonces olas de entusiasmo ante la elección de la alcaldesa Colau.  

Ahora ella se queja, llora, lamenta la actitud hostil de la que fue objeto y descalifica a sus autores. Yo también lo repruebo y reivindico como siempre he hecho el respeto al diferente. Es un buen momento para reflexionar sobre lo que sucedería si imperase el hábito de abuchear, de “lapidar verbalmente”, a aquel con el que se discrepa. O qué pasaría si a los que no somos independentistas nos diera por acudir a actos públicos a silbar e interrumpir las intervenciones de nuestros gobernantes en Cataluña. O, los que no somos de izquierda extrema, a los de Barcelona.

Han de ser tiempos de respeto y también de solidaridad y compromiso. Hace unos años, en plena avalancha de refugiados, Colau se desplazó a la localidad alemana de Leipzig para conocer los planes de acogida de distintas ciudades europeas y firmaba convenios de colaboración con Lampedusa y Lesbos. Ahora, y ante la crisis en Afganistán, la alcaldesa tiene una magnífica ocasión para desplazarse a Kabul a interesarse por la crisis humanitaria. O ir a Pakistán, donde irán miles de desplazados que huyen del terror talibán.

Allí la alcaldesa podrá defender el derecho a la vida, los derechos de la mujer o el derecho a la escolarización de las niñas. Les podrá explicar por qué se oponía a respuestas militares contra los integristas y cómo ella los frenaría. Incluso podrá convencerles de que lo que necesitan los desplazados y refugiados no son soldados que derroten al terror, sino que precisan de ciertas asociaciones feministas que ahora callan y no se movilizan ante el atropello a la mujer. También podrían acompañar a la alcaldesa sus entidades afines que se proclaman defensoras de los derechos humanos, aunque en nuestra ciudad sean más acusadoras de policías que otra cosa. No basta con volver a poner una pancarta en la fachada municipal dando la bienvenida a los refugiados. Lo que hay que hacer es movilizarse y reaccionar para derrotar a los talibanes para que Barcelona no tenga que ser ciudad de acogida al haberse conseguido que nadie tenga que huir de su país ni del totalitarismo e integrismo islámico.