El número que aparece arriba es el del quinto premio de la lotería de Navidad que ha caído en nuestra querida ciudad, concretamente en el barrio de Sant Andreu. Yo no tenía ninguna esperanza de que me tocara nada por la sencilla razón de que nunca compro lotería porque, por una parte, no creo en la suerte, y, por otra, tengo presente a mi difunto padre, que se pasó toda la vida comprando décimos que no tocaban nunca y que, por motivos que nunca alcancé a comprender, tenían que terminar en nueve. Creo que lo que me acabó de convencer de que nunca debía comprar lotería fue el extraño hallazgo que encontré en el domicilio paterno al fallecer mi progenitor: dentro de un cajón apareció un centenar de décimos carentes de premio. ¿Quién colecciona tantos ejemplos de mala suerte?, me pregunté en su momento. Y yo diría que ahí empecé a cogerle una manía tremenda a la lotería, manía que se pone de manifiesto cada año por estas fechas ante la sensación de déjà vu que se apodera de mí ante las reacciones habituales al reparto de premios, que en el ámbito periodístico no pueden ser más cansinas y repetitivas.

En televisión aparecen los felices ganadores en la puerta de la administración de lotería, sonriendo de oreja a oreja, besándose unos a otros y bebiendo cava en vasos de plástico. Gracias al coronavirus y sus mascarillas, las imágenes de este año serán algo distintas, pero, en general, podrían emitir las de hace cinco o diez años y nadie repararía en la engañifa. Total, la gente siempre dice lo mismo. Ejemplos: “Es muy bonito porque ha estado muy repartido” (traducción: “Lástima que no me haya caído todo a mí”); “Este barrio lo necesitaba mucho” (o sea, que los demás no); “Me servirá para tapar agujeros”; y mi comentario favorito, que solo se da cuando a alguien le ha tocado una pasta gansísima, pero asegura que seguirá acudiendo cada día a su birria de trabajo porque en casa se aburriría.

En los TeleNotícies y en la prensa del régimen asoma el otro tema que me saca de quicio por estas fechas: las informaciones y artículos que se toman un juego de azar como una inversión y establecen comparaciones absurdas entre el dinero que se han dejado los catalanes en lotería y lo que han ganado (no es difícil intuir que se sospecha que los irritantes mocosos del colegio de San Ildefonso están a sueldo del estado para jorobar a Cataluña, como esos árbitros de fútbol que siempre pitan a favor del Real Madrid). Todo ello precedido de una campaña televisiva de La Grossa –con unos anuncios supuestamente graciosos en los que nunca falta ese cabezudo que es como una mezcla de Nuria Feliu y Pilar Rahola-- para recordarles a los catalanes cuál es la lotería que tienen que comprar. Entre los emisores de perogrulladas y los que ven jugarretas de Madrid en el reparto de la suerte, me tienen contento. Y para acabarlo de arreglar, me vuelve siempre a la cabeza el descubrimiento del alijo de décimos no premiados de mi señor padre.

Así he llegado a mi avanzada edad sin saber lo que cuesta un décimo ni molestarme en averiguarlo. Afortunadamente, la tabarra dura poco, pero como siempre es la misma, el hastío se produce por acumulación. También me aburren mucho la cobertura del Año Nuevo y los buenos deseos que la acompañan, pero como para eso aún faltan unos días, vamos a dejarlo aquí, que tampoco quiero amargarles las fiestas. ¡Feliz solsticio de invierno a todos, todas y todes!