En la Barcelona actual, según los últimos datos al respecto, la policía detiene a más delincuentes que nunca, pero la comisión de delitos no para de crecer. Extraña paradoja que debe tener alguna explicación que no deja en muy buen lugar a políticos y jueces. Puede que la situación no sea tan lamentable como en la era Colau, pero sigue siendo preocupante. En teoría, a cuantos más detenidos, menos delitos, ¿no? Pues parece que no, como prueba el hecho de que tenemos sueltos por la ciudad a más de quinientos multirreincidentes que han sido pillados in fraganti en infinidad de ocasiones y a los que no se les ha aplicado el tratamiento adecuado: cárcel y, si se trata de extranjeros indeseables, expulsión del territorio nacional. Soy consciente de que si dices cosas como ésta, te cae ipso facto el sambenito de facha o de sujeto autoritario cuyo sueño húmedo es vivir en un estado policial. En mi caso no es así. Ni en el de muchos otros de mis conciudadanos, que solo aspiramos a pasear por nuestra ciudad sin que nos soplen el reloj, algo que me ha sucedido hasta a mí, que me birlaron un Rolex (falso, algo es algo: ventajas de la práctica esporádica del cutrerío).

El robo de relojes, de hecho, es un fenómeno reciente. Y hay incluso quien se mofa del turista al que le han robado un peluco de 100.000 euros mientras paseaba por el Raval, como si se lo mereciera por ir por ahí haciendo el tolai. Puede que deambular por los barrios bajos luciendo un reloj carísimo no sea lo más inteligente que se pueda hacer actualmente en Barcelona, pero el guiri en cuestión tiene derecho a pasear su peluco sin que se lo trinquen. También nos puede parecer ridícula la dentadura de titanio que se ha colocado Kanye West, pero no por eso la vamos a tomar con él si se la soplan (y, además, el pobre hombre está como una regadera, con lo que sería especialmente cruel criticarlo).

Da la impresión de que aquí los únicos que cumplen con su misión son los cuerpos policiales. En cuanto el detenido llega a manos del juez, empieza el descontrol y cunde entre la población la vieja sensación de que los delincuentes entran por una puerta y salen por otra, tras ser amablemente informados de que lo que hacen no está nada bien. Parece que la ley para combatir la multirreincidencia fue tan chapucera como la del Solo sí es sí que se sacó de la manga la inefable Irene Montero. Parece que los juzgados están saturados y no dan abasto. Parece que con las armas legales que tenemos no hay manera de controlar a nuestros chorizos. Algo habrá que hacer, ¿no? Pero los políticos siempre se escudan en la excusa de que con la anterior administración las cosas iban mucho peor. Es posible, pero eso es transmitirle al ciudadano la situación de que se hace lo que se puede y de que el que hace lo que puede no está obligado a hacer más. El fatalismo vital es un sentimiento muy digno (yo lo practico a nivel individual), pero los políticos no se lo pueden permitir.

Si las leyes no funcionan, hay que cambiarlas. Si el trabajo se acumula en los juzgados, hay que encontrar la manera de despejarlos. Si los juicios rápidos duran más que un día sin pan es que algo falla en los engranajes de la justicia, que parecen necesitar una fuerte dosis de Tres en Uno. Para acabarlo de arreglar, parece que el problema de la multirreincidencia no está bien regulado, de manera que una información que toda la judicatura debería compartir no se comparte porque hay algún fallo en el sistema informático que oculta datos y no permite al juez de turno enterarse de que el mangante recién detenido ya lo ha sido previamente en seiscientas ocasiones. Y la impresión que se traslada al ciudadano es que aquí todo va manga por hombro.

Es evidente que no se destina el presupuesto necesario para que la justicia cumpla con su labor en Barcelona. Algunos delincuentes hasta acaban siendo una especie de celebrities del inframundo: el ladrón de relojes al que han pillado trescientas veces, la carterista del metro que acumula un millar de detenciones… Y la gente se pregunta: pero, ¿qué hacen sueltos esos fenómenos? ¿De qué sirve tener a la policía arrestando chusma a cascoporro si dicha chusma es devuelta a la calle de inmediato para que siga ejerciendo su peculiar oficio?

Aquí nadie está hablando de un estado policial, sino de que las cosas funcionen de una manera razonable que pueda ser comprendida por el ciudadano, que ya tiene muchas cosas que no entiende (como la okupación, por ejemplo, tema en el que Barcelona brilla con luz propia). De momento, el eslabón débil de la administración de justicia es la propia justicia: o ponemos orden ahí o seguiremos en las mismas por los siglos de los siglos.