La vez que entré en la Modelo quise salir.  Y eso que en mi condición de periodista de moda sólo debía asistir a un desfile de Antonio Miró organizado en el patio de la cárcel. Era julio de 2006 y la pena e injusticia que revestían aquellas instalaciones se pretendió maquillar de glamour (estupidez). El gesto que muchos compañeros de profesión calificaron de subversivo, para mí significaba una profanación del sufrimiento humano. A mi alrededor, la gente parloteaba, se besuqueaba y exhibían su última adquisición estilística. En otro lugar histórico, hubiera palpado cada centímetro de pared y columnas para impregnarme de la solemnidad de experiencias pasadas. Pero aquí, el peligro de revivir la angustia de cualquiera de sus habitantes procuró que caminara de puntitas, guardara las manos en los bolsillos de mi falda acampanada, me agazapara en el asiento que me habían reservado y economizara el oxígeno. 

En la pasarela, modelos profesionales se alternaban con presos para exhibir la colección del modisto. El show acabó con un figurante vestido de Gandhi. Fue ahí cuando se me llevaron todos los demonios (tener que viajar a la India para buscar referentes de paz cuando alquilas un espacio como la Modelo tiene tela...) y me obligué a recordar..."Protesto de que se me quitasen todas mis ropas vistiéndome con otras humillantes, caso nunca visto por los mismos empleados que lo efectuaron. El juez rehúsa concederme un traje para comparecer ante el tribunal por estar también embargados mis vestidos. Ni un par de pañuelos de bolsillo pude obtener", dejó escrito Francesc Ferrer i Guàrdia que, después de la Setmana Tràgica, fue apresado y condenado a muerte en un consejo de guerra en la Modelo. No sé si Lluís Companys pudo salvaguardar su pañuelo de cuatro puntas cuando en 1930 también estuvo preso por ser abogado del anarquista Salvador Seguí (las fotos que existen del ex president de la Generalitat en su celda son de la Modelo de Madrid) o si, durante su estancia en la postguerra, el cartelista republicano Helios Gómez pintó la Capilla Gitana en el oratorio con el lustre que acompañaba su atractiva presencia (fuera vestido de bello anarquista, con corbata roja, con ropas de miliciano o de artista). Por ser en el exterior, sí hay memoria visual de los jerséis de cuello alto, las chaquetas de pana, las camachas, los jeans que gastó Lluís Maria Xirinacs durante sus dos años (1975-1977) apostado en la puerta de la cárcel para exigir amnistía. Atavíos, imagino, no muy distintos con los que entró Salvador Puig-Antich para no regresar jamás.

Con la llegada y avance de la democracia, la cárcel siguió siendo triste y miserable pero las luchas de los reclusos fueron cada vez más decadentes. Los motines de El Vaquilla -"alegre bandolero", le cantaron Los Chichos- sólo reclamaban dosis de heroína. Aún así, el colmo fue cuando en 1994, los abogados de Javier de la Rosa se quejaron de “vulneración del honor” porque un fotógrafo captó a su cliente comiéndose un bocata en la celda. Y es que si un día la Modelo albergó entre sus muros un halo de honradez fue por todos aquellos, anónimos o no, que defendieron la libertad; no por los corruptos que entonces y hoy, dentro o fuera de un penal, serán siempre cautivos de su mezquindad.