Los Juegos Olímpicos de 1992 cambiaron la fisonomía de Barcelona y la mentalidad de sus habitantes. Aquella ciudad de segunda fila y provinciana se transformó en una urbe moderna y cosmopolita sin perder su talante más sociable. Barcelona se puso en el mapa y se convirtió en un destino muy deseado por los operadores turísticos.

Barcelona se abrió al mundo y potenció el sector terciario. Se modernizó en tiempos de esplendor y el turismo pasó a ser una fuente de ingresos muy importante para la capital catalana, orgullosa de tener una dimensión global superior a Madrid y otras ciudades europeas.

Hoy, 25 años después, el turismo se ha convertido en un asunto muy delicado que divide a los barceloneses. En un foco de tensión muy mal gestionado. El Ayuntamiento ha utilizado las quejas de los vecinos contra las prácticas abusivas en algunos barrios (con el consiguiente encarecimiento de los alquileres) para criminalizar todo el turismo y el Gremio de Hoteles acaba de presentar un recurso contencioso administrativo contra el controvertido PEUAT.

El gobierno de Ada Colau tiene turismofobia y Janet Sanz pone en el mismo saco los pisos turísticos ilegales y los hoteles de nueva creación. El actual Ayuntamiento, receloso de los grandes eventos, ignora que el turismo representa el 60% de la recaudación de los ejes comerciales más céntricos y el 18% del comercio total de la ciudad. Y el 14% del PIB de Barcelona. Cifras que invitan a una reflexión pausada y que maquillaron los efectos de la crisis en sus años más duros de la crisis.

Barcelona es mucho más que la Sagrada Familia y las Ramblas. Tiene mucho encanto y una amplia oferta lúdica y cultural. Urbe de acogida por definición y hospitalaria por vocación, no puede traicionar su idiosincrasia ni darle la espalda al mundo. Colau y los suyos tampoco deberían ser cómplices de algunas actitudes violentas que dañan la imagen de una metrópoli que presume de ser abierta.