El turismo es malo. El turismo es bueno. El turismo representa la mayor fuente de ingresos de Barcelona. El turismo mata los barrios. El turismo genera riqueza. El turismo sólo beneficia a unos pocos inversores cortoplacistas y a las grandes corporaciones. El turismo da vida a la ciudad. El turismo desluce y ensucia.

Como fenómeno de moda y en pleno debate ciudadano, el turismo que inunda Barcelona genera, por ejemplo, un uso del lenguaje que recuerda a aquellos días posteriores a la caída de las Torres Gemelas en Nueva York. Data de aquellos tiempos lo que los medios estadounidenses dieron en llamar «daños colaterales», cuando Bush junior se lanzó a la caza de Saddam Hussein como si de éste hubiera partido la idea de aquellos atentados con pinta de inside job. La invasión de Irak producía, qué cosas, muertos civiles, gente inocente, que no estaba involucrada en ningún conflicto bélico, como usted o como yo, pero, claro, quedaba demasiado feo contárselo al enardecido pueblo yanqui, así que los medios lo maquillaron un poco. «Daños colaterales» queda mejor, se dijeron. Y en aquellos días nació la creciente animadversión contra todo lo que huela a islamismo.

Dos profesores de la Universidad neoyorquina de St. Lawrence, John Collins y Ross Glover, estudiaron el fenómeno lingüístico cuando no había transcurrido un mes desde el 11-S. Con la colaboración de varios colegas publicaron Lenguaje colateral. Claves para justificar una guerra (Páginas de Espuma), un ensayo imprescindible para entender cómo nos manipulan los diversos poderes.

Los días en que era necesaria la fuerza para dominar a los pueblos hace tiempo que quedaron atrás; desde que Edward Bernays, un sobrino de Sigmund Freud, se convirtió en precursor de lo que hoy no falta en ninguna organización que se precie: un director o responsable de la comunicación y las relaciones públicas. Bernays, junto a Walter Lippman —el intelectual más respetado por los medios yanquis en las primeras décadas del siglo pasado—, sabían que el control de la opinión pública mediante la propaganda, promovido desde las posiciones privilegiadas por el poder, debía apoyarse en lo que denominaron «ingeniería del consenso»: no es que yo te tenga que convencer de nada, porque tú ya lo has hecho por ti mismo.

El ser humano aprende desde niño a articular su discurso a partir de oposiciones binarias simples: las cosas son buenas o malas, no hay término medio. De inocular este virus se encarga lo que llamamos educación, eso tan parecido al adoctrinamiento, cuando no al más burdo adiestramiento animal. Lo tomas o lo dejas. Conmigo o contra mí. Nosotros o ellos. Blanco bueno, negro (o árabe o chino o norcoreano o musulmán o lo que convenga) malo. Hombre fuerte, mujer débil. Esto es lo que hay, no existe alternativa. Etcétera.

Entonces, visto cómo va este asunto del lenguaje, ¿el turismo es bueno o es malo? La mejor respuesta la suele dar el dueño de un restaurante gallego al que acostumbro ir con amigos casi todos los viernes: depende. Este artículo no pretende decantar una opinión, sino exponer cómo somos manipulados mientras creemos ser dueños de nuestras propias opiniones.