Varias informaciones sobre trabajo, empleo, ocupación o servicios remunerados han ganado la portada de Metrópoli Abierta en los días últimos; desde un salón para conseguir emplear a jóvenes universitarios hasta ofertas de trabajo para personas afectadas por alguna patología psíquica. Me cuelgo de esa percha y aprovecho para escribir unas líneas sobre el trabajo.

Es falsa la disyuntiva que plantea si se debe trabajar para vivir o vivir para trabajar. En tiempos donde el trabajo aparece como un bien escaso, cada día se parece más a un privilegio, cuando debería tratarse de un derecho. Si el enfoque va en la dirección de la primera sentencia (trabajar para vivir), la relación que establecemos con nuestra labor profesional será meramente mercantilista: tanto hago, tanto me pagan y ahí se termina mi manera de percibir ese vínculo. Se supone que un ser humano adulto pasa, como promedio, un tercio del día dedicado al trabajo y emplea los otros dos a dormir y a otras actividades; esto se da en pocos casos, ya que mientras viajamos de ida y de vuelta al lugar de trabajo o mientras comemos con compañeros (o solos, pero cerca de la empresa) también estamos relacionados con el trabajo, por tanto hay al menos un par de horas más —como mínimo— de tiempo laboral.

Así, si trabajo para vivir puedo hacer esta lectura: ocho o más horas de mi jornada cotidiana las paso... ¿sin vivir?, ¿viviendo para otro?, ¿como un zombi?, ¿no-vivo?, ¿sencillamente muerto en vida? Sin intención de dramatizar, el asunto es para tomárselo muy en serio. La fantasía sería, por tanto, que durante la semana laboral yo vivo para otro, le entrego mi tiempo y esa porción de mi vida (superior a un tercio del día, no olvidemos) a alguien que obtiene una plusvalía de mi trabajo, por el que yo apenas recibo un sueldo. A esta relación se le llama trabajo alienado. Y no hace falta que deba trabajar por cuenta ajena para sentirme alienado: también el autónomo puede percibirse así, como recaudador de un dinero cuya parte sustancial va a parar a manos del Estado.

Ahora pensemos si el enfoque es el otro: vivo para trabajar, toda mi actividad gira en torno al trabajo. ¿Es mejor? Sí y no: es bueno para la empresa, pero quizás no lo sea tanto para mí como individuo, ya que si me llegara a quedar sin trabajo me quedaría... sin vida (y de esto saben mucho algunas personas que están en el paro o jubiladas antes de lo que habían imaginado).

Llegados a este punto, la pregunta no se hace esperar: entonces, ¿cuál es la solución? No puede decirse que haya una y sirva para todos, pero una posibilidad de mantener una mejor relación con el trabajo —con ese tercio del día que, en los mejores casos, será también un tercio de la vida— es evitar el desequilibrio que surge de pensar el trabajo meramente como un medio para conseguir hacer mi vida cuando no trabajo o como el centro de todo mi interés. En todo esto está en juego el deseo, que por estructura se encuentra reñido con la obligación. Es fácil de entender: imaginemos que nos obligan a divertirnos, a pasarlo bien; de manera automática, el deseo se esfuma.

Una manera menos tóxica de entender la relación con el trabajo es concebirlo a la vez como un medio y un fin, en integrarlo como una producción y gozar de esa actividad y sus derivados (la relación con el cliente, con los compañeros, con los superiores o los subordinados en la escala jerárquica), en pensarlo como algo que me enriquece y que puede ser mejor gracias a mi aportación. Por poner un ejemplo: si he encontrado un trabajo que me lleva a viajar en transporte público dos horas al día puedo hacer dos cosas con tal circunstancia. Una es lamentarme por mi mala suerte, flagelarme con la incomodidad de los viajes y pasarme así el tiempo que dure mi relación con ese empleo. Otra posibilidad es aprovechar ese tiempo y esa situación para mejorar algún aspecto de mi vida, para leer, para desarrollar alguna habilidad mediante el estudio. ¿Qué quiere decir esto? Que pase lo que pase, en la actitud para afrontar eso que pasa y para tomar las decisiones siempre estoy yo como individuo. Y no es diferente en la relación con el trabajo: una persona sana es aquella que tiene capacidad para amar, trabajar y gozar. Si puede amar y gozar con eso que llama trabajo, mejor que mejor.

Como seres humanos disponemos de una energía vital, variable en cantidad como distintos somos unos de otros. Con esa energía podemos pasarnos el día (los días, las semanas o los años) pensando en desdichas o dedicarla a producciones que nos hagan la vida más saludable. Y salud, al fin y al cabo, significa la capacidad de amar y de trabajar, asuntos de nuestra cotidianeidad que no tienen por qué ir desligados uno del otro.