Como muchos de los treintañeros barceloneses, suelo reunirme los fines de semana en casa de alguna de nuestras amistades. Desde hace años, muchos de nosotros nos hemos acostumbrado a prescindir cada vez más habitualmente de los puntos públicos de reunión, como los bares, los cines, incluso las canchas o los parques, que por una razón o por otra, se acercan peligrosamente cada vez más a la categoría de 'inaccesibles'. En una de estas reuniones domésticas del diciembre pasado, entre cerveza y vino del barato, papas fritas y tortillas caseras, discutimos acerca de la cantidad de mes que nos suele sobrar a todos a final de sueldo. En realidad, lo que abundó en este encuentro no fueron precisamente quejas sino, más bien, una cierta culpabilidad por no lograr “no pasarnos” cada mes del presupuesto. La preocupación extendida gira acerca de cuán solventes somos con nuestras cuentas tanto en este pequeño círculo circunstancial como en la estructura del discurso de gran parte de la juventud en este país. De esta manera, el típico comentario tras la cordial pregunta de “¿cómo estás?”, suele ser un “ahí vamos”, o “vamos tirando”, o, la que más me gusta, “a ver si la cosa mejora”, que es como un “hago lo que puedo y a ver si alguien nos echa una mano”.

Síndrome de Estocolmo urbano

Es verdad que el pensamiento que más ha prendido últimamente en la sociedad española es el que ya se comienza a desligar de aquello del “viví por encima de mis posibilidades”, para acercarse a algo más parecido a “que los poderosos paguen la crisis que han provocado”. Pero lo que aún sigue instaurado en nuestro discurso público y, lo que es peor, también en nuestra intimidad, es una especie de síndrome de Estocolmo relacionado con los hábitos de consumo que suele funcionar como elementos de juicio social acerca de la solvencia y los “caprichos” personales que parece que nos preocupa mucho más que el expolio que llevamos años presenciando sobre los ya insuficientes servicios al bienestar que parecían más que asumidos.

Los manuales de psicología clínica suelen definir este archiconocido síndrome como una reacción psicológica que consiste en que una persona retenida contra su voluntad desarrolla una relación de complicidad y empatía con el agente responsable de la retención. El discurso que gira alrededor del derroche de las clases populares no es más que un mantra que secuestra nuestra consciencia acerca de las condiciones colectivas que obstaculizan el desarrollo personal y el acceso a los recursos, a veces hasta los de primera necesidad.

Una ciudad hostil para sus nuevas generaciones

La ciudad de Barcelona está experimentando, fruto de su proyección internacional, la alfombra roja que tiene instalada desde hace décadas al turismo y al flujo de capitales globales, el galopante crecimiento de sus desigualdades sociales, etc., un crecimiento en el precio de la vivienda inusual y hasta paranormal. Hablamos de una ciudad en la que sus tasas de paro superan el doble de la de hace diez años, cuyos salarios están estancados en términos brutos y en claro decrecimiento en términos netos y, sin embargo, la vivienda está sufriendo un incremento de precio tan acelerado que ya ha superado su máximo histórico. En dos años, el precio de alquiler medio de un piso en la ciudad ha pasado de los 680€ a más de 800 y, en menos de dos años más, superará los 1.000€.

Con este panorama, en una ciudad en la que el joven medio dedica entre el 47% y el 55% de su salario al pago del alquiler (la forma hegemónica de tenencia entre los menores de 40 años), en el que el precio del gas, la electricidad y los alimentos ha aumentado considerablemente en los últimos años y en el que se pagan más impuestos que nunca (21% de IVA y casi otro tanto de IRPF), sentir la más mínima culpabilidad por 'pasarnos' un mes si dedicamos 30 euros no previstos a calzado es poco menos que un azote al orgullo y al amor propio.

La precariedad, además, afecta directamente a la línea de flotación de la pertenencia barrial en la ciudad. Pensemos que hoy en día son pocas, las personas jóvenes que pueden asegurar que son y serán de un barrio en concreto. Acostumbran a sortear las dificultades materiales viviendo con los padres y madres o compartiendo piso, o viviendo en pareja más bien en un zulo de 20 metros cuadrados. Siempre en una situación de provisionalidad evidente, con la sensación de estar de paso y de no saber dónde se va a parar. Ante esto, la dificultad para vincularse en la defensa del territorio en el que se habita es evidente. El joven de los 70 u 80 crecía en un barrio y allí trataba de desarrollar su vida cotidiana hasta su jubilación. El de hoy en día tiene unas fronteras mucho más amplias, no porque quiera sentirse ciudadano global, sino porque su propia ciudad y su barrio le invitan a salir.

Somos más o menos jóvenes, no de esos de los que dicen que nunca han dado palo al agua, sino de esos otros que nos hemos 'portado bien', demasiado bien tal vez, de los que hemos estudiado y trabajado, de los que apenas acumulamos multas o de los que pocas veces le hemos levantado la voz a alguien. Somos de esos jóvenes que nos rifamos cualquier empleo por cada dos, de esos que acumulamos títulos, idiomas y opiniones genuinas con pocos lugares en donde emplearlas. Somos jóvenes y no tan jóvenes con un horizonte más que difuso, casi invisible, que zozobramos a cada paso que queremos dar y que de una vez por todas tenemos ganas de dar un golpe en donde haga falta para ofrecer a la sociedad que nos ha hecho crecer lo que mejor hemos aprendido a hacer. Va siendo hora de espabilar, no sea que las canas, el miedo, la melancolía y exasperación consentida nos dejen sin ganas y nos venzan.