Cuando en 2005 se decidió la conversión en peatonal de la calle Asturias, entre Gran de Gràcia y Torrent de l'Olla, mi amigo José Rivero, diseñador de moda que no falla -a él le gusta decir que los trajes que hace, a medida, sientan bien a todas-, pensó que le había tocado la lotería. La calle Asturias, que tenía aceras exiguas e incómodas, había sido hasta entonces un circo de ruidosos coches que avanzaban como podían por la estrecha calzada sucia de humo y antipática.

Que te peatonalizaran la calle se consideraba ya entonces una especie de lotería, si, urbanística, aunque una reflexionada porque la propuesta se enmarcaba dentro del Pla de Movilitat de Gràcia.  Y salió que sí, la pequeña boutique de ropa para hombres y mujeres suspiró de satisfacción, como los demás comercios de la zona, y vieron en pocos años cómo mejoraba notablemente la afluencia de público que mira escaparates y, a menudo, compra. 

Recuerdo ese cambio doce años más tarde porque la súper larga calle de Girona será peatonalizada antes de que termine el mandato de Ada Colau, dicen, siguiendo el modelo de Enric Granados. El plan está en marcha y es verano, la época preferida para abrir y cerrar calles.

Pero peatonalizar tiene un proceso que es menos divertido: ruido a todas horas, calles cerradas y valladas, alarmas que saltan solas por los percutores y polvo y molestias durante muchos meses. Muchos. Se limita el acceso a los vehículos de carga y descarga, se cambian rutas y direcciones de calles, no hay quien entienda por dónde hay que pasar como alternativa.

Eso no sucede sólo en Gràcia, claro. Hay 987 actuaciones estratégicas que el gobierno municipal propone ejecutar en los diez distritos de Barcelona dentro del Programa d'Actuació Municipal (PAM) y en ello están, a su ritmo.

Y mientras, nos preguntamos mi vecina y yo qué pasa que no paran de abrir calles ya peatonalizadas, una vez han terminado. ¿No pueden inventar un sistema que no requiera abrir y volver a cerrar zanjas cada dos por tres? El pasado viernes, la fiesta de fin de curso en el colegio de mi hijo pequeño tuvo mucho de eso: cuatro obreros se plantaron frente a la puerta, vallaron un recuadro y empezaron a taladrar, durante tres horas. Sin más. Había una avería y se tenía que abrir ese preciso trocito de acera, sacar quilos de tierra y adoquines por no sé que cables y reparar algo sin que entendiéramos muy bien qué, pero que podía dejar sin luz a toda la calle si no se hacía. Ruido, polvo y molestias. Paciencia y dinero de los contribuyentes.

Bien. De esta manera se supone que se busca conseguir un espacio público confortable que fomente la relación, el contacto y, por tanto, la cohesión social. Además, garantizarán, dicen, la movilidad y la accesibilidad de toda la ciudadanía y reducirán los impactos medioambientales. Las calles quedarán muy bonitas y pacificadas en el segundo distrito con mayor densidad demográfica (28.660 habitantes por kilómetro cuadrado, al contar con una población de 120.087 habitantes), pero seguro que de las obras no nos libramos en no sé cuántos años.

Tiemblo de pensar en las obras del nuevo Mercat de l’Abacería, justo delante de mi casa. O me mudo o no podré escribir más: cortes de luz, ruido, vallas, polvo y el ambientillo de guerra. Debería ya estar acostumbrada, dicen los de las paradas de verdura. Eso es lo que está sucediendo en casi todas las calles de Gràcia, continuamente, y si perjudica a los que vivimos en las callejuelas de Gracia, llenas además de bares, restaurantes y comercios que ven menguar sus ingresos con obras y ruido, a aguantarse.

No importa, parecen decir desde las altas instancias. El barrio está poblado de artistas y multitudes bohemias, además de una numerosa población de personas mayores, que no nos quejamos demasiado, parece ser. Si no podemos vivir en paz porque se cambia el pavimento, o porque hay averías, o porque hay que peatonalizar, pacificar, redistribuir árboles, a callar, que es todo por nuestro bien.

El espacio público se ve sometido a múltiples presiones “gracias a las pobras de Gràcia” y escribo ahora mismo con ruidos insoportables, en plena ola de calor, acalorados trabajadores sacando tierra y reparando cables, pero me habla una vecina del barrio de la reurbanización de la calle Lluís Antúnez, en el tramo comprendido entre vía Augusta y la plaza de San Miguel, que “es mucho peor”.

Me informo y veo que todos estos proyectos tienen presupuestos que rondan entre los 200.000 y el medio millón de euros cada uno, y con ese dinero retiran el pavimento existente, colocan nueva pavimentación, adaptan la red de drenaje, hacen la canalización para la red de servicios de comunicación, renuevan el alumbrado, plantan arbolado nuevo e instalarán nuevo mobiliario urbano en cada vez más calles del barrio: Santa Ágata, Tordera, Neptuno, Banyoles y Monistrol. A este conjunto de calles se añade el Torrent d'en Vidalet, entre Congost y Oro...

Hacen cosas. Y esas acciones generan éxitos y fracasos. Porque la participación de la ciudadanía en la toma de decisiones de la fase de diseño se supone que va a generar que la sociedad se sienta identificada con cada espacio recuperado para los peatones… Pero el plan, a la hora de la verdad, cojea y no funciona muy bien. Porque ¿en qué estarán pensando ingenieros, urbanistas, ecólogos, economistas, abogados, arquitectos…? ¿a ninguno se le ha ocurrido invertir una parte de ese dinero en encontrar la manera de, luego, una vez “arreglada” una calle, no tener que volver a abrirla cada dos por tres por temas de cables o canalizaciones, averías y demás sorpresas?

Mi hijo, de diez años, y sus amiguitos les dijeron a los obreros que ya podrían poner puertas que se abrieran sin necesidad de volver a taladrar cada vez, que lo han visto en una serie de Netflix. Los obreros sonrieron y nos dijeron que si nos molestaba llamáramos a los urbanos, volvieron a ponerse los auriculares de protección y siguieron taladrando. De eso viven. De taladrar. Y en eso vivimos. Taladrados.