Hay preguntas que se formulan con la convicción de que no serán obturadas por una respuesta. ¿Qué es el alma humana? ¿En qué consiste el sentido de la vida? Sé que pienso, pero ¿cómo lo hago? ¿Todas las cosas tienen un origen o una razón de ser únicos? ¿Mariano Rajoy es un ejemplo de vida humana inteligente? Son apenas algunos ejemplos de cuestionamientos sobre asuntos que, como mucho, pueden apelar a encauzar dardos de pensamientos lanzados sin otro destino que la trayectoria que puedan describir, pero nunca a dar en una diana tranquilizadora, nunca a protagonizar un cierre.

Una de esas preguntas, que habitualmente rondan mis atribuladas meninges de barcelonés del siglo XXI, consiste en la aparición, reproducción, proliferación y subsistencia de los supermercados regentados por pakistaníes. El fenómeno es relativamente nuevo, cuenta apenas algunos años, pero resulta tan evidente, tan notable incluso para la mirada más desatendida, que no puede menos que ser motivo de análisis.

Lo primero que resulta llamativo es el apelativo: usualmente se autodenominan ‘mini súper’, lo que ya supone un oxímoron: por un lado, «pequeño, corto o breve» y por otro, «superior, extraordinario». Hasta poseen algo de poética de lo imposible. Los primeros supermercados nacieron para diferenciarse de los antiguos mercados, precisamente por su condición de superficies mucho más grandes, donde la oferta de productos, por contraste a lo que ocurría en las paradas y puestos de las viejas plazas, presentaba un incremento a veces exponencial. Así, súper hacía referencia a lo extraordinario de sus dimensiones y de su disponibilidad. Algo mini es, por el contrario, chico, de corto alcance, ya se aplique a una falda o a un coche.

Pero eso llamativo del apelativo se queda en nada si lo comparamos con el fenómeno reproductivo del súper paki: como si se tratara de setas o de conejos, proliferan por todos los rincones de Barcelona, desde los más asequibles hasta aquellos que podrían ostentar cinco estrellas; los encontramos en los márgenes barriales y en Pijolandia, un barrio alejado del centro se enseñorea de su súper paki con el mismo dudoso orgullo que lo puede hacer una manzana que incluya al Passeig de Gràcia en uno de sus flancos. Y casi todos venden lo mismo: productos que a duras penas rozan los diez euros el más caro, hasta baratijas a céntimos la unidad. ¿Cómo consigue mantenerse el local, de ciento y pico metros cuadrados sin contar el almacén, ahí donde otros cuya oferta consiste en productos o servicios que superan los 50 euros/unidad hasta superar los 500 euros se ven obligados a cerrar, a veces incluso pocos meses después de haber sido inaugurados?

El misterio de los súper pakis —¿a estas alturas es necesario aclarar que todos son atendidos por gentes pakistaníes?— se apoya en varias teorías. Una de ellas consiste en que los locales pertenecen a una organización mafiosa que blanquea dinero del tráfico a través de ellos, de ahí que les importe poco su condición de negocio ruinoso en materia financiera. Otra versión, menos sólida, argumenta que el carácter mafioso de la red apunta al tránsito ilegal de empleados, mano de obra menos que barata, hombres en su mayoría, explotados a mayor gloria de las cuentas corrientes de sus negreros. También hay quien afirma, como una amiga mía, que el truco consiste en abrir los mini súper sin licencias ni permisos de ningún tipo, tirar del carro con el local mientras no lleguen los inspectores y, en cuanto la visita se produzca, bajar la persiana y migrar a otro local. Lo dicho: ninguna explicación, ni la más plausible ni la menos veraz, logran desvelar el misterio.

Lo que rescato del asunto es el trato humano. Esté quien esté en la caja registradora —no suelen moverse mucho de ahí—, seguro que tiene un saludo amable, una invitación al diálogo trivial pero ameno, una sonrisa que regalar, lo que comparado a los jetos que decoran las cabezas de los empleados de cualquier gran superficie ya es un gran obsequio, un valor añadido, para quienes vamos en busca de esa minucia que se nos olvidó para preparar el almuerzo o la cena.