De ciudad provinciana y acomplejada a capital del mundo. Barcelona sufrió, en 1992, la mayor transformación de su historia. La organización de los XXV Juegos Olímpicos de la era moderna, modélica, cambió la fisionomía y la mentalidad de una urbe que perdió autenticidad a cambio de una dimensión global que perdura 25 años después.

Barcelona es, hoy, una de las ciudades más atractivas para los operadores turísticos por su amplia oferta gastronómica, deportiva, comercial y cultural. Hace un cuarto de siglo, la capital catalana se puso guapa. Hasta entonces, era una metrópoli casi anónima, con graves problemas de movilidad que se solucionaron con la construcción de las rondas. BCN también eliminó algunas barreras arquitectónicas y se abrió al mar para enterrar su pasado más tenebroso.

Hasta entonces, Barcelona vivía a la sombra de Madrid, aunque había alcanzado notoriedad como sede de las Exposiciones Universales de 1888 y 1929, un período con muchas convulsiones y perfectamente retratado por Eduardo Mendoza en su libro “La ciudad de los prodigios”. En 1992, el pasado ya no importaba. Barcelona entraba en una nueva dimensión.

Juan Antonio Samaranch, entonces presidente del Comité Olímpico Internacional, fue la figura clave en la elección de Barcelona y Pasqual Maragall, el alcalde más carismático, líderó el gran sueño. La ciudad, creativa y dinámica, construyó un nuevo barrio (la Vila Olímpica), adecentó el puerto y recuperó Montjuïc, un espacio maldito que se convirtió en la montaña mágica. En el teatro de los sueños del movimiento olímpico.

Durante dos semanas, Barcelona se volcó con los Juegos. Las dudas se disiparon muy pronto. La inauguración, con la eterna imagen del arquero paralímpico Antonio Rebollo encendiendo el pebetero del Estadio, fue modélica y los resultados saciaron las expectativas más optimistas. España, sexta clasificada en el palmarés, sumó 22 medallas: 13 de oro, siete de plata y dos de bronce. La victoria del atleta Fermín Cacho en los 1.500 metros fue, posiblemente, la mayor gesta del deporte español. La derrota más llorada, sin duda, fue la final del equipo masculino de waterpolo ante Italia.

Barcelona, con sus imágenes de postal, presumió de organización, resultados e instalaciones. Un cuarto de siglo después, el Estadi Olímpic Lluís Companys y el Palau Sant Jordi, los dos edificios más emblemáticos, han perdido su esplendor y sobreviven gracias a eventos lúdicos para los que no fueron concebidos. No obstante, BCN y Los Angeles han sido las urbes que han rentabilizado mejor sus inversiones olímpicas. En las antípodas está el caso de Montreal y sus decadentes instalaciones.

Barcelona, en pleno siglo XXI, busca nuevos retos deportivos. El Barça ha proyectado una ambiciosa renovación de su estadio y un nuevo pabellón polideportivo mientras espera el visto bueno de un consistorio que recorta sus inversiones en el Circuit de Barcelona-Catalunya para desesperación de los aficionados al motor.

La ciudad afronta nuevos problemas. El turismo ha dejado de ser una bendición para convertirse en uno de los temas más controvertido para muchos barceloneses, preocupados por el impacto negativo de los pisos turísticos ilegales y el desmesurado incremento de los alquileres en algunos barrios. Otros asuntos, en cambio, siguen enquistados porque no supieron resolverse con la cita olímpica. El caso más vergonzoso es el de Les Glòries, para frustración de muchos ciudadanos y desesperación de sus vecinos, hartos de tantas obras y ruidos en los últimos 50 años. Ésta es la otra realidad de la Barcelona del diseño y la innovación que en julio recordará su gran cita histórica: los Juegos del 92, símbolo de la ilusión y la cooperación entre todos los estamentos de la ciudad.