Vivo metido en un reloj eléctrico. A mi lado hay un mineral de cuarzo que, gracias a un campo eléctrico oscilante, genera impulsos que miden el tiempo. Observo fascinado innumerables piezas a mi alrededor. Barriletes y piñones, engranajes, ruedas y dientes. Todo sube y baja, y de repente, se interrumpe hasta dar un salto brusco. A veces me ensordecen las alarmas o me veo sumergido en el agua, sin salir a la superficie. Vivo en una metrópolis. 

Me siento sometido al rozamiento de las piezas, al desgaste, la fuga de lubricación, variaciones de temperatura y humedad, a mi vulnerabilidad a los golpes o a un brusco movimiento. La gran urbe me zarandea y me arrastra. Soy una pieza más de un poderoso mecanismo. Sin embargo, sé que la indagación sobre el significado de la vida moderna y sus productos, del alma de la cultura, debe resolver la ecuación que propone esta ciudad cósmica.

El tic-tac de Barcelona es continuo. Aquí la vida psíquica tiene un carácter intelectualista y lejano a la vida emocional. Subo Paseo de Gracia; bajo Ramblas; vuelvo a trepar por Aribau. Grupos de gente con bolsas de plástico, arriba y abajo. Niños prisioneros que juegan en la Plaza Letamendi. Bandadas de orientales o encapuchados que entran y salen con más bolsas y desaparecen tras las puertas giratorias de algún hotel a la moda. Todo gira. Un afilador sopla el flautín, con un resto de aire en los pulmones. El butanero golpea la bombona anaranjada y pasan por delante unas colegialas con helados de limón. El del butano no toma helados; ni refrescos.

No veo las relaciones emocionales que son típicas de la vida psíquica de pueblos y pequeñas ciudades. En villorrios y aldeas la gente utiliza la boca para reírse, los ojos para comer y las orejas para volar. La emoción, anclada en las capas más profundas de la psique, se desarrolla más fácilmente fuera de esta gran máquina, bajo el ritmo sostenido de los hábitos ininterrumpidos. Tic-tac, tic-tac. Como desde dentro de una partitura musical, Barcelona avanza imparable. Hay un metrónomo que indica el tempo de la composición: ahora Eixample, luego Ciutat Vella, más tarde Sants. Es un ritmo metropolitano, ni Andante, ni Allegretto, y ni siquiera Vivace; más bien Largo, Adagio o, como máximo, Moderato. 

Mientras, el cuarzo de mi reloj emite una vibración aguda de fondo. Me ensordece esta música de una sola nota, tal vez un si bemol. No sé bien qué ruidos vienen de dentro, de los muelles, resortes y puentes metálicos, y qué otros de fuera, de los taxis bicolor, los autobuses turísticos o los semáforos adaptados. Estoy a oscuras: vivo en un reloj y nunca sé qué hora es. Así me parece la metrópolis. Pero también sé que mi intelecto habita en las capas transparentes y altas de mi alma, donde yacen mis fuerzas interiores, y eso me protege: en la cosmo-ciudad no debo sentir y solo necesito pensar.

Soy un tipo metropolitano de hombre que existe en mil y una variantes de individuo. He desarrollado un órgano que me protege contra las corrientes y discrepancias de un medio urbano que amenaza con desubicarme; en vez de actuar con el corazón, lo hago con el entendimiento. Mi vida ciudadana subyace a este estado de alerta, y solo uso la inteligencia del hombre metropolitano. Así preservo mi vida interior frente al poder avasallador de la vida urbanita.

Pero de repente, estalla la fiesta. Los niños salen corriendo al ver al Gegant del Pi dar sus pasos kilométricos, la aguja del castillo humano pincha el cielo al doblar la esquina la custodia del Corpus y los turistas observan atónitos el milagro de l’Ou com balla en el claustro de la catedral. También, en los atardeceres del verano, los enamorados se arriman a la Font Màgica de Montjuic para bailar la música, el agua y el color que acogieron los fastos de la Exposición Universal de 1929. Entonces la inteligencia se aquieta y se escapan las emociones, y me siento fuera de mi reloj de cuarzo y puedo volver a ser el mismo de siempre.