Ilusa de mí, al leer en la prensa que el Camp Nou celebró el gol de Cristiano Ronaldo me emocioné imaginando la posibilidad de que finalmente la afición futbolística hubiese madurado y fuera capaz de valorar el juego y el espectáculo incluso cuando este proviene del eterno rival. Pero nada que ver, el viejo juego de pelota inglés sigue en pañales. Porque se conoce que los que aplaudieron "la proeza" del portugués eran mayoría guiris madridistas que invadieron el domingo el campo del Barça. Aunque sea agosto, sirva la estampa entonces como síntoma de la turismolandia que padece la ciudad: costaba distinguir un culé en las gradas, costaba distinguir un culé en el palco presidencial (directiva)...

La nueva equipación madridista, que en principio se antojó para muchos como una ofensa para los seguidores merengues, acabó convirtiéndose en una ventaja para el equipo blanco. No solo porque el azul turquesa se camuflaba con el césped, también intervino la percepción psicocromática: si el enemigo no viste según los códigos estilísticos clásicos de enemigo (aquí, un color), es menos identificable y, por lo tanto, menos fácil de batir.    

Simpático o perverso, no sé, es también que el único homenaje la noche del domingo al equipo blaugrana en su campo partiera de la estrella merengue cuando esta mostró su camiseta a lo Messi. "Sabes que has triunfado cuando los demás te imitan", dejó dicho mademoiselle Chanel. Sin embargo, la admiración que se le supone al copión por el objeto idolatrado, en el caso de Ronaldo compite con la fascinación -obsesión- que siente por su propio cuerpo. De ahí que prescindiera de cualquier prenda interior para que, pese a la sabida sanción, apreciáramos perfectamente su tableta de chocolate y comprobáramos una vez más que el músculo menos trabajado de toda su anatomía está en su cabeza.