Pis en las paredes y en las calles. Caca de perro en cantidades abundantes. Paredes y persianas manchadas con remedos de grafitis. Bancos en plazas pintados con rotulador o con la pintura rascada. Bolsas de basura fuera de los contenedores sin que estén llenos. Muebles y trastos viejos abandonados en días que no son de recogida. Playas salpicadas de envases de plástico, colillas y otros desperdicios. Vagones de metro desvencijados por el mal uso. Etcétera.

Barcelona no ha podido escapar del incivismo que daña otras grandes y pequeñas ciudades de aquí y de allá. No puede ni podrá huir del vandalismo, por mucha campaña municipal que se emprenda contra él (por cierto: ¿cuál fue la última?).

Son muchos los barceloneses orgullosos de serlo, hayan nacido aquí o adoptado la ciudad como lugar de residencia permanente. Y son muchos también los que se enfadan y se indignan con quienes la maltratan. Pero es más numeroso el grupo de personas que, pese a sentir que Barcelona es su terruño, su morada, su hogar, en cuanto tienen la ocasión se dedican a lastimarla de algún modo. Son los que hacen suyo el dicho popular que reza “porque te quiero, te aporreo”, cuyo autor, sin duda, fue el fundador de la violencia doméstica.

¿Por qué dañamos lo que deberíamos sentir como nuestro? De entrada, porque para poder sentir algo como propio, en estos tiempos líquidos donde la justicia se ensaña con los pobres mientras exime de responsabilidad a los poderosos corruptos, es necesario hacer un ejercicio colosal. ¿Cómo sentir que la ciudad me pertenece, cuando desde el lugar de la autoridad se me dirigen mensajes continuados de ajenidad, muchas veces persecutorios? La calle no es un espacio donde pueda aparcar el coche de manera gratuita, aunque sea residente. Si voy a la playa se me trata de usuario de ella. No puedo entrar a un parque público antes de las diez de la mañana, porque está cerrado. Si soy vecino de según qué barrio (Sant Pere y el Born acaso encabecen el ránking de damnificados) sufriré con paciencia y frecuencia el corte de calles por tratarse de un espai reservat per a filmació (y quien cobra es el Ajuntament, no el vecino que se fastidia por no poder circular o aparcar, ¡un aparcamiento por el que paga!, y a veces ambas cosas). Si duermo con ventana a la calle y tengo la desgracia de que algún contenedor haya ido a parar cerca de mi almohada, da igual que sea sábado o domingo, es posible que sobre las ocho de la mañana me despierte el estrépito de un camión recogiendo lo-que-sea (es mucho peor si se trata de envases de vidrio), como si no hubiera más horas del día para hacerlo. Etcétera.

Ante el rosario de calamidades que se ciernen sobre él, el vecino barcelonés está muy lejos de poder sentir que la ciudad le pertenece, que es una compañía placentera con la que mantener una relación amorosa. Y ya se sabe que en toda relación en la que se vea involucrado un ser humano coexisten el amor y el odio, lo que deriva en una complicada ambivalencia. Porque te quiero, te aporreo.

Pero hay más noticias desagradables para este boletín: el ser humano —usted, yo, la alcaldesa, Messi, cualquiera— se ha desarrollado desde fases primitivas, pero una porción de ese mono que fuimos sigue presente en nuestro psiquismo, en el motor que mueve nuestro espíritu. Y ese motor está alimentado por dos tipos de gasolina: una empuja hacia la unión, mientras la otra quiere destruir. Otra vez las dos caras, la ambivalencia, el yin y el yang, sumidos en un abrazo en el que uno posee al otro mientras es poseído a la vez. Por eso con frecuencia hasta la alegría deviene en una euforia de la que se siguen los destrozos (valga el ejemplo de algunas celebraciones futbolísticas del Barça). Y nadie va y destroza su coche, su casa, su teléfono móvil, su nada; no: lo que rompe, afea, daña, lastima, es eso público que desde los distintos poderes se empeñan en que le resulte tan ajeno.