Aunque llevo doce años viviendo en Barcelona, soy canario. Concretamente de la isla de Tenerife. Como todo el mundo sabe, Canarias es una de las principales naciones de Europa en densidad turística, con un peso directo sobre el PIB que supera el 30%, empleando cerca del 40% de la población canaria. También es una de las más desiguales de la Unión. Nací en un pueblo del norte de la isla, La Orotava, un tanto alejado de las grandes conglomeraciones turísticas de Tenerife. Cuando era pequeño (y todavía), solía veranear en un antiguo pueblo de pescadores del sur de la isla, ahora ciudad turística por excelencia: Los Cristianos. Es un lugar que siempre sentí extraño, aunque “residiera” varios meses al año allí. A pesar de ser una ciudad llena de lugares de ocio, restaurantes, playas, piscinas, centros de comercio, etc., nuestra vida allí se resumía a poco más que ir a la playa más cercana o explorar otras más alejadas de todo, pasar tiempo en la piscina y dar paseos. La mayoría de los entornos de ocio estaban siempre llenos de turistas foráneos, carteles en inglés y alemán, comidas extrañas, supermercados caros, etc. Veraneábamos en nuestra isla, pero nos sentíamos ajenos a aquel lugar. Era como estar fuera, en un parque de diversiones hecho para afuera.

La Rambla de Barcelona, de entorno popular a parque temático

La primera vez que estuve en Barcelona, hace casi dos décadas, me quedé maravillado por la Rambla. Era un lugar apasionante, repleto de diversidad. Representaba una imagen rápida de toda clase de personas que reside en la ciudad. Se juntaba la vecindad popular del Raval con bohemios apasionados por ella, con currantes arriba y abajo llevando mercancías, familias de todos los barrios paseando una tarde, lujosos vehículos recogiendo espectadores del Liceu justo en frente de uno de los puntos más visibles de la prostitución más explotada de la ciudad, pintores, trileros, grupos de estudiantes, estatuas humanas, ancianos sentados en los bancos, … Sin duda, Barcelona habitaba su Rambla, con todas sus luces, sus sombras y sus penumbras. Hoy en día, sin embargo, la Rambla ya no es tan Barcelona.

Pasear por allí cuesta. No solo porque esté llena de gente, que siempre lo ha estado, sino porque los vecinos cada vez pintamos menos. Tenemos poco que hacer en la Rambla: solo hay bares y restaurantes caros y repetidos en otros lugares de la ciudad, hoteles, tiendas de souvenirs, franquicias de ropa y algún que otro pequeño supermercado inflado en precios. De la misma manera que Los Cristanos pasó de ser uno de los pueblos pesqueros más pintorescos de Canarias a ciudad extraña de las islas, la Rambla ha dejado de ser el crisol de la ciudad para dar paso a una copia hortera de sí misma, exuberante en servicios al visitante y donde la ciudad está ausente.

La ciudad que pasa de referente creativo a escaparate global

¿Qué ha pasado? Durante los años noventa, pero especialmente durante el siglo que llevamos recorrido, Barcelona ha pasado de ser uno de los principales referentes industriales y de innovación del sur de Europa a sustituir su afán de vanguardia de la producción a explotar su propia imagen en forma de marca. Nos obsesionamos por atraer la atención global poniendo alfombra roja a la especulación inmobiliaria y a la creación de empresas, eventos y espacios dedicadas a la población flotante (turistas, segundos residentes, estudiantes, congresistas,…), sustituyendo la industria de la creación por la de los servicios.

El turismo, más allá del afán visitante de cada quien, que es un valor humano en sí mismo, es una industria en la medida en la que transforma materias primas (un espacio) en un producto rentable (un parque temático). Hoy sabemos que la población barcelonesa ha situado por primera vez en la historia a la gestión del sector turístico como el principal problema de la ciudad, mientras muchos voceros tratan el problema, o bien, desde un punto de vista clasista (el problema es el turismo de pocos recursos que genera molestias), o en términos de turismofobia (a los vecinos no les gustan los turistas). El caso es que la reacción vecinal al fenómeno tiene más que ver con las sospechas de que el modelo de ciudad avocado a este sector no es ni tan rentable, ni mucho más sostenible que cualquier industria convencional. Las condiciones laborales del sector de la restauración y la hostelería son especialmente duras, con apenas sindicación, cuyos salarios, los más bajos de todos los sectores, apenas superan la mitad de la media salarial. Los espacios públicos del centro de la ciudad son más extraños y están más colapsados, el tráfico ya hace tiempo que da muestras de tender a la insostenibilidad, los precios de la vivienda superan sus máximos históricos, el paro comienza a ser estructural…

Racionalizar la actividad

De la misma manera que las refinerías o las fábricas de ladrillos tienen normativas muy específicas que limitan sus condiciones de producción dados sus riesgos de afectación medioambiental, la industria turística necesita de una regulación especial que limite los riesgos de transformación, cuando no destrucción, de los ecosistemas urbanos, naturales o rurales. Como toda industria, su incidencia cambia los entornos y genera desechos, trata de extraer la máxima rentabilidad de los recursos a su disposición y de sus trabajadores. El turismo fue un gran invento, como el automóvil, el plástico o los analgésicos… Que no se nos vaya también de las manos, repensémoslo antes de que sea tarde.