En este país –llámese España o Catalunya, porque pasa allá y aquí- los gobiernos de todo signo y de cualquier administración, por mucho que se les llene la boca en los discursos que alguien les escribe con la importancia de la cultura con frases de calendario de El Corte Inglés, les importa un pepino. Es un hecho objetivo. Y tiene una explicación lógica (con la lógica de la política): si pones una línea de AVE, puedes inaugurarla y recoger un buen puñado de votos de usuarios agradecidos. Si inviertes en escuelas o en Cultura para formar ciudadanos a lo largo de los años, no hay nada que inaugurar. Bueno, aquí sí. En los años de la fiebre del ladrillo vimos cómo se puso de moda la penosa palabra “equipamiento cultural”: construcción de grandes auditorios con gastos gigantes que contienen aire.

Pasear por la Cidade da Cultura de Santiago es como pasearse por una ciudad fantasma, que al menos aprovechan los skaters las escaleras marmóreas carísimas donde no pasa nadie. Aquí se gastaron millones de euros (de nuestros bolsillos) en rehabilitar un edificio estupendo en Badalona, al lado de la fábrica de Anís del Mono. Una borrachera que ha acabado en resaca: una vez construido el edificio resulta que se había gastado todo el dinero en el continente y ahora no hay para el contenido. Nada importante. Lleva diez años vacío.

Santi Vila entró en la conselleria de Cultura de la Generalitat y activó el departamento. Puso en marcha un ambicioso plan de fomento de la lectura y su hiperactividad se notó en una activación general y una mayor presencia de los asuntos culturales en la tarea de gobierno. Pero como lo estaba haciendo bien, pues lo quitaron. Lo pusieron de conseller d’Empresa. Les debía parecer un desperdicio tenerlo en Cultura.

Todo esto viene a cuento de que la trifulca política de nuestros estadistas, metidos en su guerra de las galaxias, ha vuelto a barrer con la gobernanza de la Cultura. Se ha hablado mucho de la conveniencia o no de la ruptura del pacto de gobierno entre els Comuns y el PSC en el Ajuntament, que se ha saldado con la salida de los socialistas. Yo de política no entiendo. No sé si es bueno o malo que Comuns y PSC estuvieran aliados (aunque, ahora que hasta Esquerra y el PdCat han roto… ¡para una alianza que quedaba!).  La cosa es que, mira por dónde, esta ruptura significa que han guillotinado al regidor de cultura, Jaume Collboni.

Yo, que pateo muchos lugares de lo cultural y hablo con mucha gente, casi todos coinciden: después de la etapa en que Cultura no tenía ni regidor, (Berta Sureda ejercía de comisionada con voluntad pero sin experiencia) en que todo navegó, la llegada de Collboni había puesto las cosas a rodar. En los meses de Collboni al frente de Cultura muchos de los funcionarios de los departamentos municipales (que trabajan en el día a día y sobreviven a regidores, siglas, partidos y partidas) estaban contentos con la labor de Collboni. En estos meses nadie le podrá negar que ha hecho un gran despliegue de trabajo y energía y, en una situación política convulsa. Presentó, por ejemplo, una interesante “Mesura de Govern” para potenciar el libro y la lectura en Barcelona, por cierto, en sede libresca: la librería Calders, ha proyectado atrevidas iniciativas para acercar la cultura a los barrios y ha atendido muchos frentes a la vez y ha resuelto muchas papeletas.

Los proyectos culturales no son de corto plazo y requieren paciencia y continuidad.  Ahora que Cultura empezaba a despegar en el gobierno municipal, me parece una lástima volver otra vez a empezar de cero. Es una pena que la Cultura en nuestro país sea siempre el pollo de la cabeza cortada que corretea de aquí para allá. Algún día entenderán que una sociedad sólo con muchas autopistas y muchos kilómetros de alta velocidad es una sociedad que va muy deprisa pero que no va ninguna parte.