El mar o la mar es el gran anhelo de la capital, de sus gentes. Es lo primero que evoca en Madrid la palabra Barcelona, como si para los madrileños se tratara de un amor prohibido, en busca del que parten, ansiosos, cuando el sol de la Meseta, justicia divina, asola la ciudad. Haber vivido en Barcelona es haber tenido la oportunidad de disfrutar de un privilegio que valoran mejor quienes carecen de él, como siempre ocurre. Pueden hacerlo hasta el absurdo, hasta creer que los barceloneses acuden todos los días a su orilla.

Barcelona, realmente, no siempre miró al mar como lo hace desde la reconstrucción que provocaron los Juegos Olímpicos del 92, de los que cumplen 25 años. El acontecimiento cambió la dimensión de la ciudad, y por supuesto su visibilidad internacional, aunque también implicó que perdiera cierto sabor, tradición, al menos para quienes conocimos una Barceloneta diferente, más canalla, menos 'cool'. Hay pocas imágenes de humanidad como la ropa tendida en los balcones. No se puede tener todo. Siempre nos quedará el mar que, como dice el barcelonés Carlos Ruiz Zafón, lo devuelve todo, especialmente los recuerdos. Regresan como las olas.

El mar condiciona el perfil de las ciudades, les da forma, del mismo modo que sucede con sus habitantes. A ello han contribuido, por supuesto, los puertos, aunque en mayor medida en el pasado, cuando la comunicación aérea no era masiva. Le sucedió a Barcelona como a Lisboa, Marsella, Hamburgo o Estambul. Tener mar era, pues, ser más cosmopolita, más intercultural, pero también más transgresora, más libertina y más libre, especialmente para Barcelona durante el franquismo.

La capital española, hoy, nada tiene que envidiar en todo ello a Barcelona, como se ha puesto de manifiesto durante la semana del Orgullo. Se diría que, debido a la intensidad del volumen nacionalista, al que acompañan los platillos de la alcaldesa Ada Colau, ese espíritu libre se ha invertido, maquillado por el decorado del serpetín de turistas. Lo peligroso es que, pese a su colorido internacional, nos suceda lo mismo que le pasaba al irónico Josep Pla al observar su mar de todos los días, y es que nos pueda resultar de una "indiferencia indescriptible". Cuando eso sucede, sólo queda un camino: de Madrid al mar.