Barcelona, la ciudad de acogida y plural tan bien retratada por Eduardo Mendoza y Manolo Vázquez Montalbán, se ha convertido en el epicentro de la política catalana y española. En el 11 de septiembre más agitado de los últimos tiempos, las fuerzas independentistas movilizaron a sus fieles en otra exhibición de poder que tendrá lecturas antagónicas en los próximos días.

Las cifras, una vez más, fueron dispares. Mientras la Delegación del Gobierno estimó que la Diada movilizó a 350.000 personas, el Ayuntamiento y la Guàrdia Urbana elevaron la cifra hasta casi un millón. Muchos manifestantes eran de Barcelona, pero unos 100.000 llegaron a la capital en 1.800 autocares y vehículos privados procedentes de toda Catalunya.

La manifestación de este año, en la que se han sentido excluidos los sectores catalanistas más moderados, será recordada por ser la primera en la que apenas pudo visualizarse alguna senyera (en favor de la estelada) y por un menor poder de convocatoria respecto a años anteriores. Este 11-S ha comenzado, oficialmente, la campaña por el Sí en un referéndum de futuro incierto.

Barcelona, hoy, es el fiel reflejo de una Catalunya fracturada. Sus autoridades siguen sin anunciar qué papel jugará el Ayuntamiento después de que el Tribunal Constitucional haya declarado ilegal el referéndum del 1-O. Ada Colau, la alcaldesa, recibe estopa tanto de los partidos constitucionalistas como del bloque independentista, mientras en Barcelona en Comú conviven distintas sensibilidades y el procés amenza con erosionar su alianza con el PSC.

En una Catalunya convulsa, la política municipal pierde influencia y notoriedad, señal inequívoca de que los intereses partidistas intentan anestesiar los problemas reales de los ciudadanos.